Pero ha llegado. El invierno blanco se asoma a las calles. Llega con un frío tolerable, como una caricia en las mejillas de un viejo amable. Lo esperaba impaciente. Tenía nostalgia de su soplo helado y su regalo de estrellas diminutas desplomadas en el suelo en número incontable formando una vía láctea espesa y blanca que alfombraba nuestros pasos. Llevaba mucho tiempo calzando las botas de siete leguas para recorrer con mi imaginación soñados paisajes nevados. Ahora podré desempolvar mis botas impermeables, sentir el crujido de la nieve en mi mano para hacer una bola helada que lanzaré como un chiquillo, hacer muñecos arrastrando blancas bolas por el suelo, buscar palos, zanahorias, ropa vieja para hacer el monigote helado a la puerta de mi casa
Llegó el momento de recorrer el campo, pisar ese suelo que cede levemente, avanzar con paso alto entre las pequeñas dunas heladas hacia la campiña, con su suelo virgen aún no hollado más que por las diminutas pisadas de los pájaros o las livianas huellas de algún conejo. Admirar la nueva arquitectura de los árboles, las suaves formas de las colinas, la brillante joyería de los tallos, el reluciente cristal de los canelizos en los tejados.
Respirar por la nariz sintiendo el aire glaciar penetrando dentro del pecho, beber un sorbo helado de la fuente, chupar un carámbano arrancado de su caño, tocar la nieve, probar su textura, romper las cristaleras de los charcos, resbalar por la plana pendiente de una calle...
El invierno llegó. Y con él vuelve mi infancia. Están frescas aún las sensaciones de mi invierno burgalés en la nevera de los recuerdos. Bienvenido, viejo amigo, con tus barbas de plata. Te echaba de menos.
Bella entrada repleta de agradables sensaciones:
ResponderEliminarluna plateada,
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aire glaciar,
infancia olvidada.