lunes, 9 de noviembre de 2015

Bla, bla, bla...


Uno de lo  peores ratos de mi vida lo pasé tras un atril, ante un auditorio de medio centenar de compañeros de 14 años, en Arévalo, y en presencia de nuestro profesor de lengua. Estudiábamos la oratoria y debía realizar un discurso de unos minutos sobre un tema que debíamos preparar con antelación y llevar algunas notas (o el discurso completo) como hizo la mayoría. En un alarde de autenticidad (la oratoria debería ser algo improvisado, ¿no?) y de suficiencia me propuse y así lo declaré ante mi público que mi oratoria consistiría en comentar un texto encontrado al azar en un libro elegido aleatoriamente de la pequeña biblioteca que había en una de las paredes. Así que teatralmente me dirigí a los abarrotados estantes y, casi sin mirar, extraje un pequeño ejemplar. Luego volví a mi atril y delante de todos lo abrí por la mitad, después leí un párrafo. Entonces me di cuenta horrorizado de que se trataba de un texto religioso sobre la Virgen María y el dogma de la Inmaculada Concepción.
A lo hecho, pecho; me dije. Y empecé una disertación sin pies ni cabeza poniendo en práctica todas mis habilidades perifrásticas, apelé a nociones metalingüísticas (analicé sintácticamente alguna de la frases del texto), incluso expliqué algunos términos (los que pude) y establecí relaciones semánticas (busque sinónimos, hablé de categorías gramaticales...), resumí el texto, busqué formulaciones alternativas... en fin; produje todos los artefactos posibles para que transcurriera el tiempo suficiente como para que el ridículo diera paso rápidamente al pasmo y, éste se viera finalmente aliviado por el asombro.

Así llené un discurso vacío con todo tipo de truculencias. Pero a lo largo de la vida he realizado otras apuestas arriesgadas y, al final casi siempre, he salido de apuros. No me prodigo en los retos pero sí me he propuesto algunos parecidos.

Durante mis años de opositor escribía poesía. Una de las fórmulas, inspirada por el método psicoanalítico de las asociaciones libres, consistía en buscar en diccionario una palabra al azar y escribir un poema sobre el término. Así elaboré un pequeño "diccionario semántico" con algunas soluciones realmente originales a aquel despropósito. Resultó útil como entrenamiento literario y me hizo pensar que, como cita L. E. Aute en una de sus entrevistas, se puede hacer un poema maravilloso incluso con las páginas amarilla de la guía telefónica.

En otras ocasiones, durante alguna de las sesiones de logopedia, apabullé (literalmente) a alguno de mis parlanchines alumnos con un discurso larguísimo e ininterrumpido para demostrarle que hablar sin parar durante horas podemos hacerlo todos incluso con un discurso coherente y dotado de contenido. Todo era cuestión de ponerse en el papel de un locutor de radio y largar, y largar... El bla, bla, bla... aún correcto, termina por hacerse realmente odioso. A veces me veo tentado a este "filibusterismo" pedagógico para evitar diálogos en los que, por mi hipoacusia, no puedo participar adecuadamente.

En la entrada de hoy me someto de nuevo a este experimento. En este momento me dirijo a mi enciclopedia Larousse de 24 tomos. Tomaré un volumen centrado, por ejemplo el 12, y lo abriré por la mitad. La  primera palabra que aparezca será el tema de mi nueva entrada. Espero no aburrir.

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