La construcción de la presa, en condiciones durísimas, resultó trágica y singular: trabajaron en ella unas 2000 personas: 1500 presos (la mayoría de las Guerras Carlistas) y 400 bestias. Los accidentes y las muertes fueron numerosas. En el campamento de los trabajadores se desató una epidemia cólera. Las comunicaciones entre las diferentes brigadas se realizaba por "telegrafía alada" mediante palomas mensajeras. Como colofón a tanta singularidad resultó que, recién inaugurada, los ingenieros comprobaron estupefactos que las calizas kársticas del cretácico sobre las que asentaron la presa filtraban el agua a través de una red de cuevas subterráneas. Esta cruel ironía del destino daba pie a los chascarrillos de la gente que murmuraba "No es de extrañar que en una construcción con tantos presos haya fugas".
Como no hay bien que por mal no venga, algunos hemos aprendido a aprovecharnos de las obras de ingeniería erradas, las infraestructuras abandonadas o los despoblados que, a nuestros ojos, ofrecen un encanto particular. Así, la inútil presa del Pontón, con su bella factura, tiene un atractivo especial para los excursionistas. Allí se dan cita familias enteras de domingueros, escaladores amateurs y senderistas de vocación. Parten de las inmediaciones varias rutas que remontan el Lozoya hasta los pantanos de emergencia que sustituyeron al fallido Pontón y caminos de montaña que te introducen por los parajes naturales que lo rodean.
Me detuve un buen rato observando por primera vez en mi vida esta frágil criatura. pequeña como una falange de mis dedos, que permanecía extrañamente quieta calentándose al sol del mediodía en el lecho del torrente. Amodorrado, al parecer, apenas se movió cuando le empujé ligeramente con el dedo.
Cuando el torrente se abrió en abanico hacia las primeras cárcavas, quedé sobrecogido por las dimensiones catedralicias de estos muros terreros. Recorrí, aguantando el dolor de la ampolla que tenía formada entre los dedos de uno de mis pies, el fondo de los surcos empedrados de cantos rodados que rodeaba los pináculos y ascendían hacia las laderas de aquel gigantesco embudo. Observado desde las alturas, aquella formación debía parecer un árbol gigantesco abatido sobre el suelo en el que sus ramas estaban formada por hendiduras y tajos cada vez más estrechos que ascendían hacia la corteza continua del terreno. Exploré, desde mi perspectiva ratonil, el áspero laberinto de arcilla roja salpicada de cantos rodados incrustados en sus paredes. Según avanzaba por entre los altos pasillos arcillosos sentía la frustración de contemplar, a vista de gusano, un paraje vertical sombrío -de fondo de pozo- que en las alturas habría de resultar majestuoso; así que decidí remontar con precaución una de las empinadas hendiduras que se empinaban hasta el borde fronterizo de la erosión en lo alto de ese circo formidable. Al principio parecía sencillo, el pequeño valle tenía suficiente amplitud y una pendiente asequible a mi paso cansino; pero enseguida comenzó a estrecharse y elevarse. Ahora debía apoyarme con ambas manos en los laterales pues las piedras del fondo actuaban como rodamientos de bolas. Miré para atrás tentado de abandonar, pero ¡el borde parecía tan cercano...! Continué avanzando por el paso que se reducía cada vez más. La pendiente superaba ya los cuarenta y cinco grados y no había asidero firme en parte alguna. A veces aprovechaba la verticalidad de los laterales para asegurar la posición, otras probaba la firmeza de algún arbusto cuyas raíces se hundían en el aglomerado de guijarros, en ocasiones una raíz desnuda asomaba al exterior y me servía de de improvisado agarradero. Era consciente de que un paso en falso, un resbalón o el desmoronamiento de los inestables apoyos que me me ofrecía el terreno harían que cayera rodando por la fuerte pendiente durante un centenar de metros: ¡sin embargo faltaba tan poco...! Y, algunos metros más arriba, ¡parecía tan sencillo superar la pequeña pared final...! Continué unos metros más no atreviéndome a volver la vista: el vértigo físico y el de la vergüenza me empujaban a seguir, a terminar aquella aventura insensata a mis 59 años. Pero al final del filo de aquel cuchillo invertido se hizo imposible continuar. El estrecho paso se encajonaba cada vez más y terminaba por inclinarse tanto que era imposible ascender sin cuerdas o escalas. Decepcionado retrocedí casi arrastrándome lentamente, con infinita precaución. Unos diez metros más abajo, al llegar a una bifurcación, observé que el otro acceso continuaba hasta un árbol raquítico que se mantenía inexplicablemente firme entre aquellas escombreras de la naturaleza. Espoleado por la posibilidad de terminar mi empresa (soy un cabezota impenitente), escalé por la nueva ruta en condiciones similares a la vez anterior pero con la esperanza puesta la seguridad de aquel árbol firme sobre el torrente. Llegué a él y, tras tomar aliento, continué trepando por un angosto acceso hacia un final que se adivinaba cercano. Casi sin darme cuenta llegué a la erosionada pared de corte en el borde del barranco. Había llegado contra toda lógica, irracionalmente, pues las probabilidades de desprendimientos y caídas eran muy altas. Sólo quedaba ante mí una pared vertical de unos dos metros de altura. Paseé la mirada por su granulada superficie buscando un punto de apoyo, algún agarradero donde asirme para ese empujón final que me sacaría del borde descarnado de la cárcava. Veía muy cerca los arbustos y el suave tapiz de la corteza herbácea firmemente asentada. Pero aquellos últimos metros iban a resultar imposibles. Por desgracia cualquier caída desde allí, sin el precario freno de paredes laterales, resultaría necesariamente mortal. Miré despavorido hacia atrás: la vuelta era también muy arriesgada; bajar por aquella herida de la naturaleza resbaladiza e inconsistente resultaría también muy peligroso. Decididamente había que decantarse entre el suicidio y el descalabro. Con mucho cuidado, paso a paso, asegurando cada apoyo fui descendiendo los diez metros que me separaban de la firmeza del árbol solitario. Los restos de una pequeña cascada cortaban el surco con una vertical de un metro y medio. En ese momento resultaba un misterio para mí como pude superarla en la subida: no había apoyo alguno y así, de arriba a abajo, no veía forma de descender. Había llegado arrastrándome por el fondo del tajo, desgarrando los pantalones, y apoyando la espalda en la pequeña mochila, pero ahora esta me empujaba hacia el abismo si intentaba resbalar por la pared del corte. Decidí desprenderme de ella y la solté. Cayó rodando un centenar de metros dando vueltas por el torrente... No me costó mucho imaginarme a mí mismo en esa situación. Suspirando me volví y, agarrando con desesperación los cantos más grandes incrustados en la pared, me deslicé hacia abajo tanteando con los pies entre los frágiles salientes de arcilla. La gracia divina quiso que aguantaran y pude pisar las piedras algo más firmes del fondo. Así, sentado sobre el torrente, llegué al árbol y me detuve a descansar. Había pasado lo peor. Allá lejos percibía la mochila embarrada. Más lejos aún, contra el cielo sobre la pared opuesta se recortaban las siluetas de unos excursionistas. Poco a poco, pero ya con confianza, terminé el descenso.
Así sobreviví a mi última aventura. No es una gesta brillante, ya lo sé. Cada uno en su escala particular sabe cuáles son sus límites y donde comienzan sus proezas. Sé que muchos pensaréis que soy un imprudente, que me lanzo a aventuras arriesgadas sin pensar en los peligros que suponen... pero, a mi alrededor, la gente muere de infartos, personas cercanas sufren derrames o caen víctimas de enfermedades incurables. Y yo, asumo mis responsabilidades. Sopeso los riesgos. Intento mantener la calma en los momentos de desesperación... y sobrevivo en el intento.
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