Miles de jóvenes (y no tan jóvenes) diplomados están expectantes ante los titulares que estos días asaltan la prensa: "No se convocarán oposiciones en Castilla La Mancha", "La Comunidad de Madrid convocará 300 plazas..."
El asunto tiene para muchos trascendencia vital. Aún me recuerdo, recién salido de la escuela de magisterio y pensando cómo acceder a un puesto de trabajo en el cuerpo de magisterio. Ciclópea tarea se me antojaba. ¿Cómo iba yo a superar en la oposición (palabra de etimología con connotaciones bélicas) a tantos de mis compañeros muchos más brillantes que yo? Casi daba la batalla por perdida así que centré mis esperanzas en incorporarme a ese grupo de 100 maestros españoles con el que, el recién instaurado gobierno sandinista Nicaragüense, pensaba alfabetizar a la población indígena de las selvas del país. La idea era tentadora pero, leída la letra pequeña de la convocatoria, mosqueaba que hubiera que vacunarse de media docena de enfermedades tropicales y además caí en la cuenta de que no llegaría en plazo a formalizarla. Así que, para hacer tiempo, me inocorporé a filas.
En el agobiante campamento de Álvarez de Sotomayor (Viator, Almería) albergaba la esperanza de incorporame a la Sección Cultural. Allí, durante el tiempo de faena, nos dedicábamos a impartir contenidos de primaria a grupos de reclutas que apenas sabían leer. De hecho lo conseguí y comencé mi labor pedagógica entre pupitres escolares mientras el resto de la tropa fregaba compañías, limpiaba vehículos, ayudaba en cocina o realizaba algún que otro trabajo estúpido con que entretenerse. Poco duró aquello. Una semana después fui convocado (voluntario a la fuerza) para formar parte de la patrulla de tiro del batallón y el Capitán Capellán (a la sazón el mando responsable de la sección) me expulsó de la misma alegando que "había preferido participar en la patrulla". Así fue mi paso por la escuela de la mili. En aquel año se convocaron las primeras oposiciones a las que podía presentarme. Mi hermano Luis se encargó de ir a recoger los impresos en Burgos, mi ciudad natal. No lo hizo a tiempo. Mi madre me puso al corriente del suceso a través de una carta donde se adivinaban las lágrimas.
Cuando, por fin, "la blanca" me fue entregada un año después, me encontré en Burgos ocioso y parásito de la exigua renta familiar. Tenía un largo año por delante para preparame. Fue el año que no existió en mi biografía. Los días transcurrían monótonos y grises: levantarse a las siete, correr una decena de kilómetros por las colinas del parque del Castillo, ducharse y ponerse a estudiar. Recapitulé muchas veces sobre lo que habíamos estudiado en nuestra Escuela de Magisterio: la mayoría no servía para nada y había que empezar de nuevo y con otro enfoque; un alto porcentaje de los contenidos estaban olvidados completamente, había parcelas que ni habíamos tocado... ¡y la ortografía! seguía siendo mi talón de Aquiles. Tuve que realizar todo un plan de estudios apañándome con lo que tuviera a mano. El problema ortográfico lo solucioné mediante un fichero con cientos de fichas y miles de palabras agrupadas por normas o grafías comunes; la cara oculta de la luna de los conocimientos se iluminó adquiriendo el programa de la academia CEIS (auténticos ladrillos pero que, al menos, incluían el currículo completo), los temas tediosos mediante nuevos manuales más amenos, los contenidos con densa cuota de memorización mediante sistemas mnemotécnicos realmente útiles. Mi habitación parecía un tendedero industrial donde numerosas cuerdas de tramilla se extendían sobre las paredes, de lado a lado, sujetando con pinzas folios con esquemas, mapas conceptuales, líneas temporales... Algunos objetos se volvían totémicos como la vieja pluma carter, chapada en oro, regalo de mi tío (toda una especialista en resbalar suavemente sobre los folios llenándoles de letra menuda); o el viejo flexo que insuflaba vida a la penumbra de la habitación.
Pasados unos meses se hizo necesario salir de aquel zulo para esanchar los pulmones y el espíritu. Necesitaba el estímulo de otros yo, opositantes también, que me animaran con su presencia y su ejemplo. Así que acudí durante un semestre entero al estudio que la CAM (Caja de Ahorros municipal) tenía al lado del río Arlanzón. El lugar, con un curioso olor a lejía (aún lo recuero), tenía unas cincuenta plazas y había que madrugar para conseguir una de aquellas mesas corridas. Se fumaba (cosa que no soportaba) pero el aire acondicionado que funcionaba con fuerza aliviaba la situación.
El asunto tiene para muchos trascendencia vital. Aún me recuerdo, recién salido de la escuela de magisterio y pensando cómo acceder a un puesto de trabajo en el cuerpo de magisterio. Ciclópea tarea se me antojaba. ¿Cómo iba yo a superar en la oposición (palabra de etimología con connotaciones bélicas) a tantos de mis compañeros muchos más brillantes que yo? Casi daba la batalla por perdida así que centré mis esperanzas en incorporarme a ese grupo de 100 maestros españoles con el que, el recién instaurado gobierno sandinista Nicaragüense, pensaba alfabetizar a la población indígena de las selvas del país. La idea era tentadora pero, leída la letra pequeña de la convocatoria, mosqueaba que hubiera que vacunarse de media docena de enfermedades tropicales y además caí en la cuenta de que no llegaría en plazo a formalizarla. Así que, para hacer tiempo, me inocorporé a filas.
En el agobiante campamento de Álvarez de Sotomayor (Viator, Almería) albergaba la esperanza de incorporame a la Sección Cultural. Allí, durante el tiempo de faena, nos dedicábamos a impartir contenidos de primaria a grupos de reclutas que apenas sabían leer. De hecho lo conseguí y comencé mi labor pedagógica entre pupitres escolares mientras el resto de la tropa fregaba compañías, limpiaba vehículos, ayudaba en cocina o realizaba algún que otro trabajo estúpido con que entretenerse. Poco duró aquello. Una semana después fui convocado (voluntario a la fuerza) para formar parte de la patrulla de tiro del batallón y el Capitán Capellán (a la sazón el mando responsable de la sección) me expulsó de la misma alegando que "había preferido participar en la patrulla". Así fue mi paso por la escuela de la mili. En aquel año se convocaron las primeras oposiciones a las que podía presentarme. Mi hermano Luis se encargó de ir a recoger los impresos en Burgos, mi ciudad natal. No lo hizo a tiempo. Mi madre me puso al corriente del suceso a través de una carta donde se adivinaban las lágrimas.
Cuando, por fin, "la blanca" me fue entregada un año después, me encontré en Burgos ocioso y parásito de la exigua renta familiar. Tenía un largo año por delante para preparame. Fue el año que no existió en mi biografía. Los días transcurrían monótonos y grises: levantarse a las siete, correr una decena de kilómetros por las colinas del parque del Castillo, ducharse y ponerse a estudiar. Recapitulé muchas veces sobre lo que habíamos estudiado en nuestra Escuela de Magisterio: la mayoría no servía para nada y había que empezar de nuevo y con otro enfoque; un alto porcentaje de los contenidos estaban olvidados completamente, había parcelas que ni habíamos tocado... ¡y la ortografía! seguía siendo mi talón de Aquiles. Tuve que realizar todo un plan de estudios apañándome con lo que tuviera a mano. El problema ortográfico lo solucioné mediante un fichero con cientos de fichas y miles de palabras agrupadas por normas o grafías comunes; la cara oculta de la luna de los conocimientos se iluminó adquiriendo el programa de la academia CEIS (auténticos ladrillos pero que, al menos, incluían el currículo completo), los temas tediosos mediante nuevos manuales más amenos, los contenidos con densa cuota de memorización mediante sistemas mnemotécnicos realmente útiles. Mi habitación parecía un tendedero industrial donde numerosas cuerdas de tramilla se extendían sobre las paredes, de lado a lado, sujetando con pinzas folios con esquemas, mapas conceptuales, líneas temporales... Algunos objetos se volvían totémicos como la vieja pluma carter, chapada en oro, regalo de mi tío (toda una especialista en resbalar suavemente sobre los folios llenándoles de letra menuda); o el viejo flexo que insuflaba vida a la penumbra de la habitación.
Pasados unos meses se hizo necesario salir de aquel zulo para esanchar los pulmones y el espíritu. Necesitaba el estímulo de otros yo, opositantes también, que me animaran con su presencia y su ejemplo. Así que acudí durante un semestre entero al estudio que la CAM (Caja de Ahorros municipal) tenía al lado del río Arlanzón. El lugar, con un curioso olor a lejía (aún lo recuero), tenía unas cincuenta plazas y había que madrugar para conseguir una de aquellas mesas corridas. Se fumaba (cosa que no soportaba) pero el aire acondicionado que funcionaba con fuerza aliviaba la situación.
La oposición llegó. Recuerdo Madrid en aquella noche cálida y húmeda. Mi amigo Jesús González y yo habíamos escogido la capital para presentarnos. Los opositores de Burgos emigrábamos a los grandes caladeros de plazas que entonces se situaban en Madrid, Barcelona, Bilbao, Canarias y Valencia. La mayoría de mis compañeros, que en nuestra ciudad cosecharían el fracaso más estrepitoso, conseguían aprobar en alguna de estas plazas con mucha mayor oferta y opositores, en general, menos esforzados.
Nada más bajar del autobús de La Continental buscamos un hotel barato (que por más baratao que fuera nos pareció carísimo). La noche de Madrid no invitaba al último repaso. Además, mi amigo Jesús, habían quedado con su novia que estudiabe en Madrid. Me quedé sólo rumiando mi envidia y maldiciendo mi suerte. No tenía escusa para desaprovechar las últimas horas del día. Hice resignado mi último repaso.
Para el primer examen estábamos convocados en un instituto muy próximo a la glorieta de Marqués de Vadillo. Seríamos al menos dos centenares de maestros expectantes reunidos a la puerta del centro. Fuimos llamados por nombre y apellido y asignados a sala y mesa. Mientras esperábamos, el iopositor a mi izquierda, "nos entretuvo" proponíendonos acertijos matemáticos: -¿Cómo se pueden construir 4 triángulos equiláteros con sólo seis lados?. Estuvimos un buen rato probando con cerillas sobre nuestro pupitre hasta que, convencidos de nuestra estulticia, nos rendimos sólo para dar oportunidad al cabrón de la propuesta de restregarnos que no habíamos discurrido con un pensamiento espacial (que estámbamos en Planilandia, vamos). La solución, evidente según él, estaba en alzar espacialmente tres de los palillos sobre un triángulo y formar un tetraedro. Con la moral por los suelos dimos comienzo el examen.
La oposición constaba de cuatro pruebas. La primera, la que estábamos realizando, era un examen escrito sobre conocimentos generales. Incluía una prueba de matemáticas y otra de lengua y literatura. Realicé con autoridad la parte de matemáticas y con mediocridad la de lengua. En la salida (¿cómo pudieron hacerlo?) una persona provista de un taco de fotocopias, nos entregó en nombre de una academia, el exámen de matemáticas resuelto. Comprobé que lo había relaizado perfecto. (¡Que se j... el del tetraedro!). Intercambiamos teléfonos para comunicarnos las calificaciones (Las listas aparecían sólo en el instituto de Madrid) y regresé a Burgos a esperar los resultados. Superar la oposición seguía siendo una quimera (el procentaje de plazas aquel año era mísero: 1/69). Seguimos estudiando unos días más.
El segundo examen era propio de cada especialidad. Una parte de ciencias y otra de matemáticas específicas. Cuando me entregaron el papel y leí el contenido a desarrollar en el apartado de ciencias zozobró mi confianza: ¡El ciclo de Crebs!. La respiración celular, el laberíntico ciclo del ATP... No había esperanza. Me quedé pasmado, desconcertado frente al papel con la cabeza entre las manos. Pasé algunos minutos anonadado por mi mala suerte hasta que alcé la vista y vi a todos los opositores que me rodeaban escribiendo como locos. ¡No puede ser! -me dije-. No pueden conocer este tema tan bien... Llegué a la conclusión de que la mayoría no tenía ni idea pero emborronaba el papel por si acaso... Esto me animó. Yo, al menos, sabía un montón de cosas que no sabía. Metería menos la pata. Poco a poco fui recuperando información (no me explico de dónde) y expuse un Ciclo de Crebs bastante aceptable.
Las tercera pureba pendía como una espada de Damocles sobre nuestra cabeza. Había que exponer tres temas entre 6 extraídos por sorteo y disponíamos de dos horas de preparación y una hora de disertación ante el tribunal. Mientras esperaba mi turno, dopado de adrenalina, sujetando como podía mis nervios, pensaba en salir corriendo... La sensación de vergüenza, de desvalimiento y desestima que me invadía me hacía anticipar un rotundo fracaso. En las crónicas malditas del libro de los maestros están escritos en sangre los episodios de algunos compañeros que se quedaron bloqueados, llorando, incapaces de decir palabra alguna; o aquellos que, cortocircuitados en algún momento de su discurso tartamudeaban o su lenguaje era invadido por la emoción hasta lllegar a la incoherencia...
Logré apartar lo suficiente todas esas negras imágenes y centrarme durante las dos horas de preparación previa en desarrollar los temas que más dominaba. Después fui trasladado como en una nube ante el tribunal. Aquellos siete hombres sin piedad iban a decidir mi destino en 60 minutos.
No sé como pude dar el pego: ¡Creo que realmente no sabía nada! Sin embargo logré mantener su atención (logro considerable como puede comprobar cualquiera que asista a estas pruebas). A la salida, una compañera me felicitó. Pensé, agradecido, que se trataba de una mentira piadosa.
No muy esperanzado regresé a mi ciudad del norte a esperar, sin esperanza, los resultados. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me comunicaron que había aprobado. Ahora sí se encendieron todas las alarmas. La cosa era seria. Las posibilidades muy reales. El tribunal había recortado el número de aspirantes hasta dejar sólo diez de ellos para las siete plazas. El tiempo de preparación era mínimo. La semana siguiente fue un sinvivir. la cuarta prueba era de tipo práctico. Consistía en preparar una programación sobre un tema propuesto por el tribuanl. Podía llevarse todo el material que se considerara oportuno.
Me presenté el día anterior en casa de unos tíos que viven en Madrid. Estaba yo muy preocupado por carecer completamente de materiales sobre los que sustentar mi programación. Tan afligido debieron verme que me montaron urgentemente en el coche y me llevaron a la librería del Corte Inglés para que buscara algo con que documentarme. Nada sabía yo entonces de librerías pedagógicas ni de Casas del Libro, así que, desanimado y sin encontrar nada en el gran centro comercial, volvimos a su casa donde pasé otra noche cálida de aquel verano de 1980. Apenas dormí. Oía el estruendo del tráfico seis pisos más abajo, pero sobre todo escuchaba el fragor de mis negros pensamientos.
Al día siguiente tomé de nuevo el metro hacia Marqués de Vadillo. Apenas me había hecho con un librito de cuyo contenido ni me acuerdo. El grupo de los diez elegidos estaba ya esperando a las puertas. Mis opositores cargaban con bolsas y mochilas repletas de libros. Icluso una de ellas, monja al parecer, portaba una pesada maleta repleta de materiales. Me sentí desnudo y ridículo. Iba a tirar por la borda mi gran oportunidad por no tener unos cuantos libros a mano. Cuando entramos y nos sentamos el presidente del tribunal nos tranquilizó. Casi nos dio a entender que ya estábamos aprobados. Esto liberó todas mis tensiones y, curiósamente, sin material alguno, realicé una programación transversal (recuerdo que sobre los ríos) muy completa y original. Obtuve mi mejor nota.
Algunos días después me confirmaron que había aprobado. No lo celebré demasiado (aún no era consciente del todo de lo que realmente significaba). Hube de escuchar algún que otro comentario desvalorizador por parte de cierta compañera: - ¡Que suerte has tenido! ¡Porque es cuestión de suerte, vamos...! (Y no digo yo que no haya también de eso... pero también habrá de lo otro ¿no os parece?).
Así que me puse a esperar la llamada para ocupar mi puesto. Inocentemente yo pensaba que la cosa funcionaba así: tú aprobabas y luego te llamaban para ocupar un puesto (para ello habíamos rellenado numerosas instancias con nuestro domicilio y teléfono ¿no?). De no haber sido por la insistencia de mi madre, nunca me hubiera enterado de que habíamos sido convocados (mediante aviso en el tablón de anuncios en la Delegación de la calle Vitruvio) para cubrir plazas como provisonales ese año. Ella insistió e insistió hasta que, un día de octubre, tomé la un autobús y me presenté en la Delegación de Madrid para informarme. Cuando me dijeron que todas las plazas se habían adjudicado la semana anterior me quedé con la boca abierta. A fuerza de insistir y, tras recorrer muchos pasillos y despachos, me concedieron una plaza en Arganda que dedaba vacante en ese momento. Conocí al profesor que la desalojaba y me invitó a acudir al centro ese mismo día (era viernes). Comezaría a trabajar el lunes siguiente a las 8:00 de la mañana.Se trataba de un colegio desdoblado con horario de ocho a dos. Impartiría Sociales y Plástica. En Sociales estaban estudiando Asia. Yo pensé que no había repasado geografía desde la misma edad que tenían los chavales que me asignaron: 12 años.
El lunes, de madrugada, recostado en el asiento del autobús, estudiaba los ríos: Obi, Lena, Yenisy, Amu-daria... En ese momento, por primera vez en mi vida, pensé en la posibilidad de un accidente. Ese pensamiento sobre la muerte, ahora que acababa de empezar una nueva etapa, marcaba ya una divisoria entre dos grandes etapas de mi biografía.
Extraordinario relato. Comenzando con la historia de la mili y continuando con la temida oposición.Pues sí, mi mujer también está pendiente de las dichosas oposiciones y es que según la situación de cada cual es difícl opositar. Si trabajas lejos, tardas un montón en llegar a casa, tienes que poner lavadoras, cuidar niños, etc. etc. ¿cómo puedes preparar la dichosa oposición? Y luego está el politiqueo que las convocaran dependiendo de intereses partidistas no por mejorar la calidad de la enseñanza y mucho menos de dar estabilidad a los pobres interinos.
ResponderEliminarCOMO HAN CAMBIADO LAS COSAS...
ResponderEliminarLos cambios de las nuevas oposiciones a profesor
En la fase del concurso se incrementa la valoración de la experiencia de los interinos
1. El País
2. 22 Dec 2021
3. IGNACIO ZAFRA, Valencia
El Ministerio de Educación ha acordado con los sindicatos docentes y las autonomías, a falta de algunos detalles, el nuevo decreto que regulará las oposiciones del profesorado y el acceso para los interinos que, reuniendo una serie de condiciones, se convertirán en empleados fijos a través de un concurso de méritos sin tener que hacer los exámenes. El borrador del decreto, al que ha tenido acceso EL PAÍS, se aplicará a las oposiciones que se convoquen y resuelvan entre 2022 y 2024 y afectará, de entrada, a 125.000 plazas fijas para infantil, primaria, secundaria, FP y Bachillerato, según cálculos sindicales. Está previsto que el texto se apruebe a principios de enero.
Entre las novedades figura que se reduce a dos el número de pruebas al eliminarse la parte práctica. Se mantiene el examen teórico (los temas) y la exposición de la unidad didáctica, pero no serán pruebas eliminatorias. Es decir, que los candidatos no quedarán fuera del proceso si suspenden una de las dos, siempre que puedan compensar, en la media, con la siguiente. Esto hará que muchos más aspirantes pasen a la fase de concurso de méritos.
En la fase del concurso se incrementa la valoración de la experiencia de los interinos. En esta fase los aspirantes podrán conseguir, como máximo, 10 puntos, que se repartirán de la siguiente manera: experiencia previa, máximo siete puntos; formación académica, máximo dos puntos, y otros méritos, máximo un punto. Por consiguiente la experiencia podría llegar a pesar un 28% en el conjunto del concurso frente al 12% anterior.
Para los interinos que puedan acogerse a la nueva ley para la reducción de la temporalidad en el empleo público, el borrador de decreto establece cómo se contabilizarán los méritos de acceso: la experiencia pesará un máximo de siete puntos, la formación académica, un máximo de tres, y otros méritos, un tope de cinco puntos.
Cada año de experiencia docente en un centro público, los interinos recibirán 0,7 puntos, y por cada año trabajado en otro tipo de centro educativo, 0,15 puntos.
El nuevo decreto establecerá una regulación transitoria, hasta 2024. Para el periodo posterior se deberá negociar un nuevo sistema de acceso a la función pública.
Los concursos de méritos no serán restringidos y se podrán presentar a ellos todos aquellos que reúnan las condiciones.