Hoy me toca recordar aquellos años de la infancia cuando vagábamos por los antiguos caminos del extrarradio burgalés pasando las tardes de primavera, verano y otoño, cuando acumulábamos tablones y plásticos para fabricar una mínima choza que apenas podía albergar dos o tres pequeños cuerpos cuando unas gotas amenazaban. Allí quedaba, al lado del camino, hasta que el impulso destructor de otra pandilla arrasaba su frágil arquitectura.
Cabañas de barro y tablas en Burgos, camino de Villagonzalo, donde jugábamos a construir con nuestras pequeñas manos un mundo a media. Cabañas dela infancia donde jugábamos a ser mayores y crear mundos.
Cabañas sólidas y trabajadas en las riberas del Adaja, en Arévalo, hechas con palos de los árboles de la orilla, claveteadas con puntas, cubiertas de ramas bien dispuestas... cabañas de la adolescencia donde nos juntábamos en pandilla descubriendo la vida, aprendiendo la convivencia la estrecha convivencia bajo mismo techo.
Casetas en los árboles que se construyen a los niños para que vean el mundo desde arriba, trampolín del vuelo de la vida, nido de águila donde observar críticamente el trajín de los adultos.
Casetas de campamento, de diseños eficientes y construcción sólida; que exigían planificación previa y de resultados satisfactorios. ¡Cuántas han quedado abandonadas en los campos, en los claros de los bosquecillos de aquellos campamentos scouts en que participábamos...! Aún hoy, encuentro algunas, anónimas, entre los robles del cercano pueblo de Barriosuso en Palencia.
Cabañas, casetas, chozas de ramas... fuisteis mi primer hogar independiente, mi primera segunda vivienda, mi primer mundo construido. Hoy, arrasadas, solo quedáis en el recuerdo...
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