lunes, 27 de octubre de 2014

La maleta.



Seria, altiva, esquiva, de ajustada silueta, luciendo siempre un modelito diferente... ¡Es la juez Alaya... con su maleta!

La juez instructora del caso de los ERES se acerca a su juzgado rodeada de expectación. Con paso rápido cruza entre las personas que esperan a la entrada y los periodistas que disparan sus cámaras practicando el "tiro a la juez"... ¡y que se vea la maleta! que arrastra con su mano derecha (menos cuando lleva el bolso, que la cambia de lado). 

He buscado con google imágenes de la juez: hay centenares. Casi la totalidad caminando deprisa hacia su juzgado, la gran mayoría tirando de su voluminosa maleta negra. 

Ahora está en el punto de mira de muchos francotiradores: le enfilan 80.000 agentes de la policía a la que ha desautorizado para sus investigaciones, la apuntan 34 magistrados y fiscales andaluces, la enfoca la prensa a la que amenaza con denunciar por desobediencia, la encaran en el Congreso y en el Senado devolviéndole las cartas de notificación para algunos de sus miembros, la critica el Poder Judicial, partidos políticos, sindicatos, la Patronal Andaluza, asociaciones de abogados... 

Pero yo no voy a entrar a ser juez de jueces. Ni voy a estudiar la difusa geografía de las fronteras entre los tres poderes. Y tampoco voy a analizar posibles errores tácticos en las actuaciones de Alaya. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia, aunque te maten. Lo que a mí me llama la atención, de lo que realmente quiero hablar, es... de su maleta.

Y lo haré, porque yo también soy un maletero sistemático. También porto siempre, cuando voy a mi trabajo, una negra maleta sobre ruedas con asa extensible. Lo hago desde hace cinco años, desde que visito niños enfermos y tengo que llevar conmigo mis bolis de profe, mis carpetas, mi portátil, mi táblet, mis expedientes, mis mascarillas, mis libros y, a veces, mi pequeña impresora portátil. Me he convertido en "el profe de la maleta". 

Voy por la cuarta. Las otras las guardo en casa para almacenar apuntes y materiales viejos. A una le bailan las ruedas, otra tiene deshilachados los cierres de las cremalleras (un modelo "Made in china" comprado en HiperAsia) y a la otra le falta la cerradura y tiene los tejidos gastados (era la preferida de la gata Duquesa de un alumno que metía la pata por las aberturas buscando algún ratón imposible). Aún tengo otra sin estrenar, regalo de uno de los alumnos. Recuerdo la víspera de nuestra despedida y la mirada de su madre a mi maleta cuando la arrastraba, toda gastada y vieja, por las escaleras de su casa. Sé que de esa mirada pensativa nació la idea del regalo.

Yo soy yo y mi maleta. La paseo como a un perrillo. La subo en el coche y la siento sobre el mullido asiento de atrás. La llevo de visita y la tiendo en un rincón del salón mientras imparto clase con mis alumnos. Llevo en ella todo mi ajuar pedagógico. Si alguna vez decido dejarla par aligerar mi equipaje, acabo echándola de menos. 

También la acuesto sobre la cama de la habitación donde tengo el escritorio. La abro, hurgo entre sus tripas como un cirujano de la celulosa y me pongo a trabajar. Pero muchas veces siplemente la paseo. La llevo como una pesada rémora que me infunde tranquilidad, pero no la uso. Me acompaña porque me tranquiliza; porque me asegura que, si me decido, puedo adelantar trabajo en cualquier momento. Y muchas veces realiza el camino de vuelta sin ser abierta. ¿Hará lo mismo la juez Alaya?

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