martes, 4 de noviembre de 2014

Si las piedras hablaran -2: La cueva del hierro.


Buntalos, el celtíbero,  apoyó la piqueta en las encarnadas paredes de la mina. Aquel romano venido de Ercávica, Julio Claudio, examinaba el mineral rojizo recién arrancado con atención. Se mostraba muy interesado en aquella explotación que sus antepasados olcades llevaban trabajando desde hacía cientos de años, desde la segunda Edad del Hierro.  Su pueblo arrancaba a la tierra aquellos trozos colorados desde tiempos inmemoriales. La mina estaba próxima al poblado y era su sustento. Casi a bocamina ya se podía extraer el rico mineral con el que se fabricaban las famosas falcatas. La riqueza del mineral hacía que fuera conocido y buscado por la calidad del hierro que se obtenía. Tenía fama de ser de los mejores de Hispania. Corría ya el siglo I d.C. y  ya estaban construídas las magníficas calzadas que cruzaban la comarca. Hacía poco habían terminado una calzada secundaria que enlazaba  la cueva con la vía que unía Cómplutum  (Alcalá)  con Cesar Augusta (Zaragoza) cruzando el hermoso paraje de Puerta Bellida. Por esas mismas calzadas circulaban ahora carros cargados de mineral con destino a las ferrerías del Tajo, donde la potencia del agua movía pesados martinetes con que golpear las escorias para separarlas del hierro fundido. Los bosques de la Serranía proporcionaban leña abundante para mantener el fuego avivado por fuelles gigantescos.

Durante generaciones, el oligisto de la mina, había sido la materia prima con que se construían las míticas falcatas ibéricas. Este arma extraordinaria había llamado la atención de los ingenieros militares romanos por su dureza y flexibilidad. Además su diseño, personalizado para cada propietario, se adaptaba perfectamente a la lucha cuerpo a cuerpo. Las legiones la habían adaptado como arma corta del legionario, el gladius hispanienses, y ahora había de producirse en masa. En tiempos, la fabricación  una falcata, era todo un ritual. Se escogía el mejor material, el mineral más puro posible. Sacado mediante capazos de la mina se llevaba a la ferrería donde se obtenía un hierro de altísima pureza que se vertía en delgados moldes para realizar planchas laminadas. Luego se enterraban durante tres años en el suelo para que se oxidaran las partes más débiles del metal. Tras someterlas a eliminación y limpieza del óxido se unían tres láminas en caliente, de las que la parte central tenía una prolongación para la empuñadura, muchas veces con forma de caballo. Para aligerar su peso se acanalaban los laterales. Herreros expertos finalizaban el proceso batiendo la lámina y la templaban sumergiéndola rápidamente en agua. Los iberos ricos adornaban además las cachas con marfil y labraban la hoja con filigranas.  La exigencia en la fabricación era tal que como prueba final de calidad el futuro propietario colocaba la hoja sobre su cabeza y doblaba los extremos hasta tocar los hombros. Los 45 cm de longitud de la hoja debían volver a su antigua posición sin deformación alguna. Sólo entonces era aceptada. Si no era así, se devolvía para una nueva fundición. La longitud de esta espada estaba estrictamente personalizada: justo la distancia del brazo, por eso no hay dos falcatas iguales. Su fama por todo el Mediterráneo y la demanda del rico mineral de la cueva había aumentado.

Julio Claudio estaba preocupado. Aunque la demanda de materia prima para las falcatas era enorme, había surgido la apremiante necesidad de mineral para fabricar picos y herramientas muy resistentes para las minas de lapis especularis en Segóbriga. La dureza del hierro de la cueva las hacía especialmente útiles para su extracción y la rica ciudad estaba dispuesta a pagar altos precios por su hierro. Habló con Buntalos para aumentar la producción. Buntalos bebió un sorbo de la fuente de la mina, un estanque blanquísimo creado por el depósito de cal del agua que se filtraba en la cueva.
- Está bien - respondió-. Negociaré con todos los mineros que conozco. Buscaré a los han trabajado aquí en años anteriores. Si es preciso, utilizaré niños, para abrir los butrones. Pero resultará caro.
Y diciendo esto aplicó el pico contra un saliente. Un trozo de oligisto se desprendió y cayó entre un montón de escombros.

Dos mil años después, una turista curiosa entró en la mina. Cubierto con un casco blanco recorrió los corredores rehabilitados para las visitas tras la guía que les acompañaba. Tras la visita a la fuente, la misma de la que bebió Buntalos dos milenios antes, le pidió a la guía una muestra de oligisto para su colegio. La guía se acercó a un montón de escombros arrojados en un rincón de la cueva. Tomó una de las piedras rojizas. En uno de los bordes aún se apreciaba la huella del pico de Buntalos sobre el mineral.

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