domingo, 22 de marzo de 2015

Fascinantes historias de la ciencia - 7: La Medicina Fuego

"El dominio del fuego fue una aspiración del hombre que no se detuvo cuando descubrió la manera de crearlo. Siguió desarrollando mecanismos y artilugios para conseguir la chispa sagrada: todo su afán fue dominarlo y utilizarlo para sus fines. Y entre sus fines estaban el enretenimiento, el bienestar, la industria y la guerra." 
El pequeño cogió la bolsita de plástico y sacó una pequeña cantidad de clorato de potasa y azufre al 50% formando un montoncito sobre la acera. Lo había comprado en la droguería del barrio donde lo vendían al por menor. El droguero sabía, evidentemente, el objetivo de aquellas compras al menudeo. Eran demasiados chiquillos pidiendo sus bolsitas de clorato de potasa y su parte igual azufre, tenía que saber lo que hacían con ello. El  niño colocó una piedra pequeña y plana encima del montoncito que había preparado. Luego aplicó un fuerte pisotón sobre ella y se produjo una pequeña explosión. Esto le fascinaba.  Pero aquel juego pronto le supo a poco. Enseguida pasaría a explorar la pólvora negra. Siempre le habían intrigado aquellos petardos verdes que vendían en la feria y se dedicó con ntensida a investigar todos sus efectos y posibilidades. Además en el cole acababa de aprender que la pólvora la habían inventado los chinos y alguno de sus amigos había conseguido la fórmula de sus tres ingredientes que, copiadas en secreto en una hoja de su libreta, guardaba celosamente como si fuera un secreto de estado. Todos los intentos que hizo en los días sucesivos pulverizando carbón y mezclándolo con sal y azufre fracasaron. Quizás el pobre no supo diferenciar el salitre de la sal. Ignorancia de críos que tornaba inoperante el invento.

Pero seguía buscando e investigando  con tesón. Al no poder producir sus propios explosivos decidió hacerse con ellos por otros medios para poder llevar a cabo sus experimentos infantiles. Encontró pronto la forma de aprovisionarse. Tenían una oportunidad cada año en junio, cuando se celebraban las sesiones de fuegos artificiales que en la orilla del río Arlanzón. Al finalizar el espectáculo buscaba en el río cartuchos y cohetes que no habían explotado. Solía encontrar algunos después de mucho buscar, y aquellos cilindros de papel, con la pólvora mojada por el agua del río los ponía luego a secar. Después fabricaba por su cuenta pequeñas bombas aunque al carecer de detonadores y de mechas explotarlos resultaba complicado. Una de aquellas experiencias pudo acabar en tragedia pero el ángel de la guarda de los dinamiteros velaba por él.

Aquel niño curioso, pasados los años, seguía leyendo con avidez cuantos relatos y artículos se referían a este polvo misterioso de poder devastador. A veces se quedaba largo tiempo abstraído, con los ojos cerrados,  imaginando historias relacionadas con los explosivos. Había una que le gustaba especialmente y le divertía sobremanera. Se relajaba y dejaba volar su imaginación retrocediendo en el tiempo hasta la prehistoria, en el lejano paleolítico. Veía entonces, como en un sueño, el resplandor de una hoguera en el interior de una cueva y a uno de aquellos primitivos neandertales bailando a su alrededor. Atisbaba a través del tiempo los movimientos su danza primitiva: los aspavientos de los brazos, los atrevidos saltos sobre las brasas... En uno de aquellos saltos, los gases de la última digestión se aliviaron por su trasero cerca de la llama. Un fogonazo espectacular debido a la inflamación del metano asustó al resto del clan. Pero a los pocos segundos reían todos como posesos y se acercaban a la llama con el trasero en pompa desahogando sus gases en un divertido juego de deflagraciones inofensivas.  Se regodeó un rato con aquella escena tan graciosa pero enseguida puso su imaginación rumbo a la China del año 142 d.C. Allí conformó la imagen de un anciano monje taoista de ojos rasgados en su lóbrego taller rodeado de frascos y redomas. Wei Boyang, el monje, estaba escribiendo su tratado "La similitud de los tres" y tenía ante sí en un plato de metal una mezcla de tres sustancias finamente pulverizadas. El viejo alquimista había mezclado al azar algunas cantidades de polvo de salitre, de azufre y de carbón buscando un elixir para la inmortalidad y decidió calentar el preparado para extraer de él cualquier resto de agua que lo contaminara. Nuestro amigo vio entre las brumas del tiempo que aplicaba una llama bajo el recipiente metálico y que sus ojos aterrados se dilataban al contemplar la violenta reacción que se produjo cuando se inflamó la mezcla y una rápida llamarada hizo volar chispas en todas direcciones en medio de un humo oscuro y acre. Quizás el impresionado Wei bautizara en aquel momento el polvo recién descubierto: 火药/火藥 (Medicina-Fuego). Aquel conocimiento cayó en el olvido y pasarían más de setecientos años antes de que algún otro mortal hablara de nuevo del terrorífico poder del polvo negro.
La mente soñadora del muchacho se desplazaba ahora al esplendor de los palacios imperiales de la Dinastía Tang, en China. Se vio a sí mismo entre los invitados del emperador Xuanzong II a una de sus fiestas. Allí pudo observar cómo el Vencedor de los Mongoles agasajaba a su corte con una sesión de fuegos artificiales.
Aquella misma noche, el emperador, visitó en secreto el taller de sus químicos pirotécnicos y les expuso su idea de utilizar aquel fuego volador en las batallas. Los científicos le mostraron algunos prototipos en los que estaban trabajando y que dejaron al rey impresionado. En concreto se mostró muy interesado por los cohetes de doble fase que estaban experimentando y los dispositivos de tubo que arrojarían directamente los proyectiles sin necesidad de autopropulsarles todo el tiempo. Prometió financiar aquella tecnología aunque, de momento, lo único que funcionaba del todo bien era aquella lluvia de estrellas con que entretenían a su corte. Ordenó, por si acaso, el secreto sobre todo el proceso bajo pena de muerte para aquel que lo revelara y toda su familia.

El niño soñador dejó ahora vagar su fantasía sobre los abarrotados campos de batalla donde guerreaban los distintos ejércitos en las estepas de la lejana China. En el fragor de las batallas aparecían ya los primeros proyectiles ligeros disparados con rudimentarios cañones de bambú u otros, ya de bronce, más poderosos. Contempló las primeras bombas incendiarias sobre los tejados de las ciudades...
Discurría el año 1044, y los generales chinos intentaba mantener en secreto sus manuales militares, como el preciado Wujing Zongyao, que detallaba minuciosamente el uso de la nueva tecnología. Incluso aportaba variantes sustanciales en la mezcla con propósitos diversos: una específica con finalidad explosiva (bomba de estallido) otra incendiaria y una más con propósito de producir un humo tóxico y venenoso (ya estaba inventada aquí la guerra química). Estos manuales estaban destinados a servir solo a los fieles funcionarios de la intendencia y la guerra, sin embargo no pudieron evitarse filtraciones. Desde la privilegiada posición de la fantasía pudo contemplar cómo un atrevido espía, pagado por los cruzados, pasaba de contrabando un ejemplar escondido en una caravana de la ruta de la seda. En 1267 ya se conocían en Europa aquellos polvos mágicos y el filósofo Inglés y fraile Roger Bacon ya mencionaba sus ingredientes en uno de sus escritos.

A partir de aquí su imaginación se desbocaba: pronto rugíeron los primeros cañones, las almenas de las fortalezas se poblaron de arcabuces, los cintos colgaban ahora aparatosos pistolones de chispa, se inventaba el cartucho, se descubrían combinaciones explosivas más poderosas, se fabricaban las armas automáticas... Esas imágenes las veía por miles en las películas. Pero a nuestro joven soñador le gustaba más imaginar aquellos lejanos tiempos en la historia del hombre, aquellos años de oscuridad en los que prendió la chispa de una sustancia de poderes mágicos y terribles: La Medicina Fuego.

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