jueves, 25 de agosto de 2016

SINTIENDO EN LA NUCA EL ALIENTO DE LA MUERTE - 16: Sísifo sobre el tejado.


Un espíritu alado, un ángel protector, cuida de mí y se ocupa de guiar mis pasos y vigilar mis torpes movimientos sobre las tejas en el alero. No tiene otra explicación que no me haya caído desde esa altura alguno de esos últimos años en que he de subir a reparar los destrozos que se acumulan en este tiempo en el tejado antiguo de la casa centenaria de mi madre.

Esta tarde, con el cuerpo molido, me tiendo en la cama de espaldas. He renunciado a la sobremesa, a la copa, al mantecado con coñac...; lo único que quiero es tumbarme boca arriba en el blando lecho de mi rústica habitación. Agotado miro el techo, ese techo con el yeso antiguo siempre agrietado sobre el que, un metro más arriba, se sustenta el tejado donde los gatos depositan sus excrementos por centenares. Hoy, mañana y tarde, lo he pasado moviéndome a cámara lenta sobre las tejas arreglando goteras evidentes y agujeros ocultos, parcheando tejas rotas, retejando, quitando cascotes, ajustando la curva cerámica de las tejas árabes... Sé que, para los profesionales no es gran cosa pero yo, profano en el oficio y falto de ejercicio y de práctica, he quedado para el arrastre. Me duelen los brazos, se me resienten las rodillas, tengo las manos abrasadas por la aspereza y el calor de las tejas y el culo, ese tercer apoyo junto con los pies que es el más seguro para no partir la cerámica, está pelado y despellejado como trasero de babuino (¡la próxima vez no me  pondré un liviano bañador, no señor!).

Cada año la aventura de subir al pajarón (antiguo pajar y almacén del gran en el piso superior), colocarse sobre una mesa vieja de madera, y alzarse a pulso entre la claraboya se acaba convirtiendo una obligación.  El estrecho ventanuco se asienta en medio del tejado posterior, entre dos vigas. Su borde inferior se asienta sobre dos tejas varias veces rotas  ya por el peso al sentarse sobre ellas cuando accedemos a la cubierta. Remendadas actualmente con buen cemento, aún ha habido que aplicar silicona en las nuevas grietas pues, hace algunos años, el agua que se filtró en abundancia haciendo crecer una colonia de setas creciendo invertidas en el techo de ramas y barro. Precavido he acarreado previamente una docena de tejas viejas (procedentes de desmontes de otros tejados y que tienen la ventaja de la probada durante décadas de su resistencia a los elementos). También he dispuesto un cepillo para barrer los cascotes entre los surcos y mover las tejas distantes en los lugares en que no puedo pisar (existen lugares señalados en algún mapa de mi cerebro que señalan los sitios en que pisar equivaldría a un desplome de la zona, tal es el estado de podredumbre allí de las vigas). Por último me cuelgo una pequeña mochila a la espalda cargada con silicona, un rollo de cinta asfáltica, varias bolsas de plástico (para guardar los cascotes que vaya encontrando) y mi móvil, dispositivo muy necesario por si me caigo, o desfallezco, o me da un calambre o, simplemente, necesito la ayuda de alguno de mis hermanos para que me acerque nuevas tejas o una misericordiosa botellita de agua que alivie el sol cenital que se cierne sobre el tejado en estos últimos días de agosto.

El objetivo inicial es arreglar un par de goteras detectadas este invierno; pero una vez arriba, ante el  panorama de tejas revueltas, desplazadas o partidas, no puede uno menos que ponerse a repasar pacientemente, metro a metro, toda la superficie del tejado. Mil factores son la causa de estos desaguisados anuales: las fuertes lluvias de invierno y primavera que arrastran las tejas, el viento que emboca sus aberturas levantándolas y desplazándolas, las plantas y musgos que crecen en los intersticios impidiendo el libre discurrir del agua, el fuerte choque térmico que fractura la cerámica, las garduñas que rondan nocturnas por los tejados buscando nidos y polluelos bajo las tejas y, sobre todo, los gatos: esas adorables y curiosas criaturas (protegidos por decenas por mi vecina) que suben a su solarium particular a tomar el sol y que utilizan los canales como letrina. (He jurado que el próximo año me haré con una carabina de aire comprimido: ¡ya está bien de que "caguen" impunemente sobre mi cabeza!). A todo esto se añade la constante caída de láminas de ladrillo (el vecino cometió la chupuza de edificar una pared lateral al tejado de rasilla que con el tiempo se desmorona en delgadas cuchillas cerámicas), los cascotes de cemento que sujetaban muchas de las tejas y que, casi en su totalidad se han despegado y obstruyen continuamente los desagües, y algunas ramas traídas por el viento y que acaban por formar pequeñas presas. No cuento la arena que se deposita en los laterales, bajo la pared vecina, producto de una mezcla con cemento en una proporción bajísima (quizás al 1:20 Peso/Peso) que hace que se desmigajen en mi puño cuando tomo un puñado.

Así que, además de ajustar como en un puzle muchísimas tejas sumamente irregulares y de asegurar en lo posible que no se desplacen demasiado por la gravedad, el viento o la lluvia; voy recogiendo en bolsas de plástico todos los desperdicios acumulados. No bajan de cinco o seis bolsas la recolección de los pequeños escombros que se acumulan anualmente. Después toca la penosa tarea de llevar las tejas de una en una (evito estar de pie,  todo esto ha de hacerse sentado y apoyado con mucho cuidado en las tejas, preferentemente en las laterales unidas a la pared vecina o al lomo de las vertientes, lugares de más resistencia y donde la rigidez del piso hace que las tejas no se rompan). Así, sentándome a cada metro paso de mano a mano las tejas de una en una hasta treinta metros más allá donde las distribuyo según necesidades. Pero para mi desgracia alcanzar el lugar donde hay que sustituir una de ellas supone muchas veces romper otras al paso. Están tan sueltas y la sustentación es tan blanda que apenas se fuerza una apoyo producen una fractura. Ese sonido seco bajo los pies (o el trasero) resulta frustrante y descorazonador; recuerda los penosos e interminables trabajos de Sísifo acarreando su bola hasta la montaña para inmediatamente no poder evitar que caiga a de nuevo desde la cima y recomenzar la tarea eternamente).

Bajo el sol del mediodía aún hay hay que lidiar con las avispas, algunas de las cuales construyen sus avisperos bajo las tejas. Sufrir un ataque en masa de estos insectos: llegar a la claraboya entre tejas inestables y bajar por la misma con un enjambre atosigándote resultaría dramático. Mientras tanto, eso sí, las vistas a ojo de pájaro son magníficas. No muy lejos puede verse a la gente trabajando en las huertas, o  se distingue  perfectamente la silueta de gran parte de las casas del pueblo. En la parte posterior veo el patio de mi vecina echando de comer a las gallinas, esa misma vecina que mima y alimenta docenas de gatos que luego recorren mi tejado y defecan sobre él tomando el sol. Las dos bolsas que llené con sus excrementos incluían algunas bastante reciente, posiblemente de algún gato poeta que gusta de hacerlo al amanecer admirando la salida del sol. Con el paso de las horas y lo forzado de las posturas los brazos y las piernas parecen descoyuntarse; pero son las rodillas, sobre todo, las que más protestan desde sus meniscos resentidos. Con las horas dejan de responder y trastablilleas con serio peligro para tu seguridad. A veces surgen pequeños accidentes como cuando el rollo de cinta asfáltica con el que parcheo grietas y fracturas rueda tejado abajo yendo a parar al patio de la vecina amante de los felinos. Al final hay que ir a pedirle que, por favor, nos deje recogerlo.

Al final de la tarde, agotado y sin fuerzas, me siento un momento y observo mi alrededor. Varios gatos dormitan en los tejados vecinos. Yo les hago gestos evidentes de carnicero: les escenifico que les rebanaré el cuello, alzo mi brazo y muevo mis dedos como una garra amenazante, les muestro mi navaja como un largo colmillo que espera clavarse sobre su cuerpo... Ellos me miran indolentes sin entender (o sin importarles) mis amenazas. Sólo parecen responder al bufido que, encolerizado, termino por enviarles: ¡Ffffffffff..! Entonces, perezosamente, se levantan  y se alejan despacio colocándose con cierto fastidio unos metros más allá, como pensando: ¡Qué malas pulgas tiene el servicio de limpieza! ¡Hay qué ver como las gasta el limpiador de váteres este...!

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