martes, 30 de agosto de 2016

Ruta en bici por Palomares del Campo.


Ahora que las endorfinas relajan mi cuerpo dolorido y lo acunan, sedoso, en la hamaca del sueño quizá sea el momento de reflexionar sobre el esfuerzo realizado, sobre ese dolor articular y esas punzadas musculares que son las señales de protesta de mi cuerpo desacostumbrado a las exigencias físicas, a los esfuerzos sostenidos... Hoy es uno de esos días en que, reuniendo voluntades, he decidido dejar el sueño postergado y levantar mi cuerpo grávido, despegarlo de las sábanas

jueves, 25 de agosto de 2016

SINTIENDO EN LA NUCA EL ALIENTO DE LA MUERTE - 16: Sísifo sobre el tejado.


Un espíritu alado, un ángel protector, cuida de mí y se ocupa de guiar mis pasos y vigilar mis torpes movimientos sobre las tejas en el alero. No tiene otra explicación que no me haya caído desde esa altura alguno de esos últimos años en que he de subir a reparar los destrozos que se acumulan en este tiempo en el tejado antiguo de la casa centenaria de mi madre.

Esta tarde, con el cuerpo molido, me tiendo en la cama de espaldas. He renunciado a la sobremesa, a la copa, al mantecado con coñac...; lo único que quiero es tumbarme boca arriba en el blando lecho de mi rústica habitación. Agotado miro el techo, ese techo con el yeso antiguo siempre agrietado sobre el que, un metro más arriba, se sustenta el tejado donde los gatos depositan sus excrementos por centenares. Hoy, mañana y tarde, lo he pasado moviéndome a cámara lenta sobre las tejas arreglando goteras evidentes y agujeros ocultos, parcheando tejas rotas, retejando, quitando cascotes, ajustando la curva cerámica de las tejas árabes... Sé que, para los profesionales no es gran cosa pero yo, profano en el oficio y falto de ejercicio y de práctica, he quedado para el arrastre. Me duelen los brazos, se me resienten las rodillas, tengo las manos abrasadas por la aspereza y el calor de las tejas y el culo, ese tercer apoyo junto con los pies que es el más seguro para no partir la cerámica, está pelado y despellejado como trasero de babuino (¡la próxima vez no me  pondré un liviano bañador, no señor!).

Cada año la aventura de subir al pajarón (antiguo pajar y almacén del gran en el piso superior), colocarse sobre una mesa vieja de madera, y alzarse a pulso entre la claraboya se acaba convirtiendo una obligación.  El estrecho ventanuco se asienta en medio del tejado posterior, entre dos vigas. Su borde inferior se asienta sobre dos tejas varias veces rotas  ya por el peso al sentarse sobre ellas cuando accedemos a la cubierta. Remendadas actualmente con buen cemento, aún ha habido que aplicar silicona en las nuevas grietas pues, hace algunos años, el agua que se filtró en abundancia haciendo crecer una colonia de setas creciendo invertidas en el techo de ramas y barro. Precavido he acarreado previamente una docena de tejas viejas (procedentes de desmontes de otros tejados y que tienen la ventaja de la probada durante décadas de su resistencia a los elementos). También he dispuesto un cepillo para barrer los cascotes entre los surcos y mover las tejas distantes en los lugares en que no puedo pisar (existen lugares señalados en algún mapa de mi cerebro que señalan los sitios en que pisar equivaldría a un desplome de la zona, tal es el estado de podredumbre allí de las vigas). Por último me cuelgo una pequeña mochila a la espalda cargada con silicona, un rollo de cinta asfáltica, varias bolsas de plástico (para guardar los cascotes que vaya encontrando) y mi móvil, dispositivo muy necesario por si me caigo, o desfallezco, o me da un calambre o, simplemente, necesito la ayuda de alguno de mis hermanos para que me acerque nuevas tejas o una misericordiosa botellita de agua que alivie el sol cenital que se cierne sobre el tejado en estos últimos días de agosto.

El objetivo inicial es arreglar un par de goteras detectadas este invierno; pero una vez arriba, ante el  panorama de tejas revueltas, desplazadas o partidas, no puede uno menos que ponerse a repasar pacientemente, metro a metro, toda la superficie del tejado. Mil factores son la causa de estos desaguisados anuales: las fuertes lluvias de invierno y primavera que arrastran las tejas, el viento que emboca sus aberturas levantándolas y desplazándolas, las plantas y musgos que crecen en los intersticios impidiendo el libre discurrir del agua, el fuerte choque térmico que fractura la cerámica, las garduñas que rondan nocturnas por los tejados buscando nidos y polluelos bajo las tejas y, sobre todo, los gatos: esas adorables y curiosas criaturas (protegidos por decenas por mi vecina) que suben a su solarium particular a tomar el sol y que utilizan los canales como letrina. (He jurado que el próximo año me haré con una carabina de aire comprimido: ¡ya está bien de que "caguen" impunemente sobre mi cabeza!). A todo esto se añade la constante caída de láminas de ladrillo (el vecino cometió la chupuza de edificar una pared lateral al tejado de rasilla que con el tiempo se desmorona en delgadas cuchillas cerámicas), los cascotes de cemento que sujetaban muchas de las tejas y que, casi en su totalidad se han despegado y obstruyen continuamente los desagües, y algunas ramas traídas por el viento y que acaban por formar pequeñas presas. No cuento la arena que se deposita en los laterales, bajo la pared vecina, producto de una mezcla con cemento en una proporción bajísima (quizás al 1:20 Peso/Peso) que hace que se desmigajen en mi puño cuando tomo un puñado.

Así que, además de ajustar como en un puzle muchísimas tejas sumamente irregulares y de asegurar en lo posible que no se desplacen demasiado por la gravedad, el viento o la lluvia; voy recogiendo en bolsas de plástico todos los desperdicios acumulados. No bajan de cinco o seis bolsas la recolección de los pequeños escombros que se acumulan anualmente. Después toca la penosa tarea de llevar las tejas de una en una (evito estar de pie,  todo esto ha de hacerse sentado y apoyado con mucho cuidado en las tejas, preferentemente en las laterales unidas a la pared vecina o al lomo de las vertientes, lugares de más resistencia y donde la rigidez del piso hace que las tejas no se rompan). Así, sentándome a cada metro paso de mano a mano las tejas de una en una hasta treinta metros más allá donde las distribuyo según necesidades. Pero para mi desgracia alcanzar el lugar donde hay que sustituir una de ellas supone muchas veces romper otras al paso. Están tan sueltas y la sustentación es tan blanda que apenas se fuerza una apoyo producen una fractura. Ese sonido seco bajo los pies (o el trasero) resulta frustrante y descorazonador; recuerda los penosos e interminables trabajos de Sísifo acarreando su bola hasta la montaña para inmediatamente no poder evitar que caiga a de nuevo desde la cima y recomenzar la tarea eternamente).

Bajo el sol del mediodía aún hay hay que lidiar con las avispas, algunas de las cuales construyen sus avisperos bajo las tejas. Sufrir un ataque en masa de estos insectos: llegar a la claraboya entre tejas inestables y bajar por la misma con un enjambre atosigándote resultaría dramático. Mientras tanto, eso sí, las vistas a ojo de pájaro son magníficas. No muy lejos puede verse a la gente trabajando en las huertas, o  se distingue  perfectamente la silueta de gran parte de las casas del pueblo. En la parte posterior veo el patio de mi vecina echando de comer a las gallinas, esa misma vecina que mima y alimenta docenas de gatos que luego recorren mi tejado y defecan sobre él tomando el sol. Las dos bolsas que llené con sus excrementos incluían algunas bastante reciente, posiblemente de algún gato poeta que gusta de hacerlo al amanecer admirando la salida del sol. Con el paso de las horas y lo forzado de las posturas los brazos y las piernas parecen descoyuntarse; pero son las rodillas, sobre todo, las que más protestan desde sus meniscos resentidos. Con las horas dejan de responder y trastablilleas con serio peligro para tu seguridad. A veces surgen pequeños accidentes como cuando el rollo de cinta asfáltica con el que parcheo grietas y fracturas rueda tejado abajo yendo a parar al patio de la vecina amante de los felinos. Al final hay que ir a pedirle que, por favor, nos deje recogerlo.

Al final de la tarde, agotado y sin fuerzas, me siento un momento y observo mi alrededor. Varios gatos dormitan en los tejados vecinos. Yo les hago gestos evidentes de carnicero: les escenifico que les rebanaré el cuello, alzo mi brazo y muevo mis dedos como una garra amenazante, les muestro mi navaja como un largo colmillo que espera clavarse sobre su cuerpo... Ellos me miran indolentes sin entender (o sin importarles) mis amenazas. Sólo parecen responder al bufido que, encolerizado, termino por enviarles: ¡Ffffffffff..! Entonces, perezosamente, se levantan  y se alejan despacio colocándose con cierto fastidio unos metros más allá, como pensando: ¡Qué malas pulgas tiene el servicio de limpieza! ¡Hay qué ver como las gasta el limpiador de váteres este...!

La Cueva de la Mora Encantada (Segunda parte)


En los pueblos de alrededor y en un entorno de 174 kilómetros alrededor del Cerro Cabeza del Griego, en el cercano pueblo de Saelices, la vida se sucedía inexorable con el ciclo de las estaciones. Eran grandes pueblos, como lo son los de Castilla La Mancha, con enormes extensiones de cereal (y ahora de girasoles) que se extienden por amplios campos ondulados, de vez en cuando alterados por algunas pequeñas elevaciones algo más abruptas o por las suaves depresiones del río Cigüela y sus afluentes. Desde época romana sus gentes se afananaron en plantar, regar y cosechar en esos campos, donde aflora el pedernal  y el espejillo. Los romanos tuvieron una particular preferencia  por asentarse aquí, pero tantas ruinas abandonadas hacen pensar que acaso la tierra fuera antaño mucho más fértil o, cuando menos, el clima más benigno. Nadie se explicaba, hasta  hace algunos años, un poblamiento tan intenso sostenido solo por esa agricultura precaria. Son estos campos sumamente calizos. Los campos roturados dejan asomar las rocas blancas de carbonato de calcio que aparecen sembradas de cantos y nódulos silíceos. También es frecuente encontrar en las laderas rocosas, apiñados como las hojas de un libro, haces de láminas del yeso cristalizado. A veces, los campos de labor están salpicados de láminas de espejuelo que relucen bajo el sol o la luna nocturna.

Muchos años pasaron los historiadores tratando de situar la famosa Segóbriga. Esa vieja cuestión que traía de cabeza a los historiadores fue resuelta definitivamente a partir del s. XIX y ya fue posible entonces afirmar entonces con rotundidad que las notables ruinas "romanas" de Cabeza del "Griego" correspondían a la famosa ciudad citada por los historiadores latinos Estrabón, Plinio y otros. Quién haya visitado en pleno Agosto sus bien conservados restos arquitectónicos pensará, no sin razón, que el raquítico río Cigüela que pasa a sus pies no pudo sostener con su escaso caudal una economía tan próspera como sus ruinas permiten adivinar. Su situación de privilegio entre importantes calzadas romanas tampoco parecía suficiente para explicar la indudable riqueza de sus habitantes. Algo importante se escapaba a la interpretación de la historia.    

La tradición popular y la leyenda intentaban explicar a su modo la presencia de cuevas y ruinas en los alrededores: ante un hermoso busto de mármol se realizaba una burda atribución a "los griegos"; para la justificación de una cueva semioculta se acudía a bellas leyendas sobre los árabes y su conquista... Mientras tanto, las gentes del lugar, acudían de cuando en cuando en busca de espejillo para cocerlo en sus caleras y obtener con mucho esfuerzo un yeso de extraordinaria calidad. Los agricultores de la finca del Ranal (en Palomares del Campo) araban sus campos cuidando de no meter la rueda en los numerosos e inexplicables pozos que se abrían bajo sus tierras y apenas daban importancia a los trozos de tejas rotas y cerámicas que desenterraban las rejas de sus arados. En ocasiones los vecinos se habían acercado de chicos a ciertos parajes, como Santa Brígida o La Ermita de Urbanos (de la vecina Torrejoncillo) conocidos como antiguos asentamientos romanos, y habían rebuscado el suelo en busca de monedas antiguas. Quién más quien menos tenia alguna guardada por casa. A veces, alguien se encaprichaba con adornar su patio con alguna piedra singular o graciosa columna traída de las ruinas abandonadas de Segóbrica o desenterrada de las ruinas del Pulpón (ciudad campamento militar romana, cercana a Carrascosa del Campo).  Algo más lejos, en el cruce del Cigüela con la N-III estaba el término de Villas Viejas, donde hacía algunos años se realizaron escavaciones encontrando que sus ruinas pertenecían al misterioso poblado celtíbero de Contrebia Carbica, en aquellos tiempos tan grande como Toletum (Toledo), y provisto de fosos enlucidos con yeso y talleres de orfebrería. Parecía lugar este especialmente querido para asentamientos, cosa inexplicable ya que el suelo era pobre, el agua salobre y escasa y el clima extremado.

Ya comprobado que la mentada y rica Segóbriga era la ciudad sepultada bajo los restos visigodos y árabes que se alzaron sobre sus ruinas, los historiadores cayeron en la cuenta de que el espectacular monasterio de Uclés, alzaba su cantería a base de las piedras romanas hurtadas a la antigua ciudad: muchos grandes edificios públicos, mucha piedra labrada, excelentes termas, numerosas caminos y calzadas, cuantiosas poblaciones subsidiarias... Segóbriga guardaba un secreto: el secreto de su inexplicable riqueza.

Cuando en 1970 se iniciaron las excavaciones para la cimentación del acueducto del transvase Tajo-Segura que atraviesa el valle del Cigüela, se encontraron, en el suelo vaciado correspondiente a varias de sus pilas, numerosas galerías escavadas que sorprendieron a los arquitectos. Desconcertados hicieron un rápido reconocimiento y estudio sin poder concluir el origen y finalidad de aquellos pasadizos claramente antiguos e intencionadas. Ante la falta de explicaciones propusieron diversas hipótesis que enseguida tuvieron que descartar: primero pensaron que las minas intentaban beneficiar masas de alabastro dentro del macizo yesífero; después elaboraron otra, basada en la abundancia de agua en las galerías, explicando las mismas como labores de captación de aguas subterráneas; una más atribuía los pozos a la intención de extraer aguas muy sulfatadas para labores de alfarería; finalmente -a la desesperada- apuntaron que se trataba de labores de entrenamiento en zapa de alguna legión romana asentada en las proximidades. La explicación correcta les fue revelada en el año 1979 cuando, visitando el museo arqueológico de Cuenca, contemplaron un panel los resultados de la expedición arqueológica realizada unos años antes en la Cueva de la Mudarra, en la vecina Huete (Cuenca). Allí se daba cuenta de la exploración de una amplia red de galerías en la roca yesífera que constituían una antigua explotación minera romana de lapis specularis, el antiguo cristal usado en el imperio antes de la utilización del vidrio.

Desde esa época, y contando con que aún Segóbriga no había sido localizada con certeza en el mapa, la perspectiva de que la riqueza de esta urbe estaba relacionada con la extracción de Lapis Specularis no ha hecho más que afianzarse. La revisión de los textos romanos de Plinio el Viejo (que seguramente visitó estas explotaciones en su viaje por España) y el análisis de otras fuentes han permitido conocer, poco a poco, gran parte de esta importante minería, minusvalorada en la historia posterior, al considerarla insignificante o anecdótica. Las recientes investigaciones confirman que la industria y minería del Lapis complementaba dignamente a la del oro de las Médulas. Hoy día se sabe, por ejemplo, que  las explotaciones fueron numerosísimas; que los centenares (acaso miles) de pozos abiertos a lo largo del Cigüela y en los territorios dentro del área de cien mil pasos romanos alrededor de Segóbriga ofrecieron un paisaje peculiar durante años, plagados de aberturas y cicatrices en la tierra, alterados por montañas de sedimentos de yeso y espejuelo desechados; que las construcciones auxiliares jalonaban las calzadas con herrerías, explotaciones agrícolas para sustentar a los trabajadores y esclavos, campamentos militares, tabernas, talleres de manufactura y edificios administrativos.
El terreno estaba salpicado de carreteras y senderos donde los carros y los mulos transportaban cajas y capazos con lápis cortado en superficies estándar que había sido cuidadosamente empaquetado entre paja y que luego sería transportado por la calzada que venía desde Cómplutum para ser embarcado en los puertos de Carthago Nova (Cartagena) con dirección a Roma en las naves lapidarias.

Porque ese cristal, tan blando que puede rayarse con la uña pero de una transparencia que supera al vidrio, ero lo mejor que tenían en la época para cubrir las ventanas de los edificios romanos. El uso del lapis como cristal que permite el paso de la luz y como excelente aislante término, está atestiguado en edificios públicos, en palacios privados, en los invernaderos del emperador e incluso en el Circo donde se utilizaba para impresionar a los asistentes debido al brillo de sus láminas finamente divididas. Los historiadores hablan de la calidad del lapis hispano, el más transparente y de láminas más amplias, extraído en el imperio. Porque, si bien, las láminas nunca excedieran de cinco pies romanos (algo menos de metro y medio), se podían componer bellísimas vidrieras con ayuda de herreros y carpinteros.

Y ese es el secreto que guardan las antiguas cuevas de Palomares, Torrejoncillo, Huete.. y todos los pueblos del GR163, sendero de Gran Recorrido de reciente creación bajo la denominación del Cristal de Hispania. Cuevas que perdieron su origen y explicación durante siglos, cuevas que la imaginación de los lugareños convirtió en encantadas: Griegos, romanos, godos, moros, misteriosas mujeres, noches estrelladas, encantamientos, palacios de cristal, tesoros... este es el material con que se construyeron los sueños de sus habitantes.

Hoy desde el Yanna musulmán, el paraíso de los piadosos, una bella hurí sonríe al pobre hombre que acaba de llegar. La joven musulmán por otros llamada la Mora Encantada, la que nunca fue en la cueva en la que nunca estuvo; sonríe contemplando a Pedro Morales agotado después de buscar su inexistente ataúd. Lo recibe en sus brazos y le consuela. No necesitará las monedas de oro en el jardín de los hombres justos. De su hermoso sueño solo fueron verdad su cueva de cristal y el blanco ataúd.  

Desde hace muchos años, en el limbo de los hombres perdidos, una muchedumbre de siervos y esclavos empapados en sudor descansa en el inframundo de los muertos. Iluminados con cientos de lucernas seles puede ver sentados, descansando, a lo largo de estrechos túneles que ellos mismos cavaron. Llevan en las manos una lámina de transparente cristal. Esperan, mostrando su brillante presente, ser perdonados y liberados de su destino.



NOTA: Si tienes interés por la historia del lapis especularis en Hispania y los aspectos con él relacionado no dejes de visitar:  

El Cristal de Hispania
Lapis Specularis

Y estas tres entradas del autor del blog que recogen aspectos de este mismo tema:








   

La Cueva de la Mora Encantada (Primera parte)


La joven era hermosa. Su piel morena. El cabello largo y los ojos, esos ojos cuyo blanco relucía bajo la luna, eran de negro azabache, pura obsidiana apostando con ventaja sobre la noche manchega. Había salido de la oscura cueva que tenia su entrada oculta en la base de la colina. Respiraba el aire tibio de la noche que movía su cabello perfumado meciendo sus ondas acaracoladas con dulzura. Cada noche de luna llena salía de su escondite y se sentaba en lo alto de la colina observando a lo lejos, a un kilómetro, el brillo de los candiles del pueblo de Torrejoncillo del Rey y contemplando, a sus pies, el reluz de la piedra de lobo, el destello de las láminas de espejuelo esparcidas por el suelo. Peinaba su cabello y cantaba una dulce canción llenando el aire de nostalgia de desierto, de aromas de palmeras, de ricas  especias de mercados persas y perfumes de Damasco. Nadie sabía el tiempo que llevaba allí, encerrada y escondida, encantada bajo la tierra en una cueva perdida. Los más viejos del lugar hablaban de su belleza, de su dulce tristeza. Presa, quizá, por un amante despechado; sujeta, acaso, a un mágico hechizo por un delito de amor. Pero nadie la había visto.

Aquel joven del pueblo, curioso y soñador, pasaba las noches al pie de la colina. Dormía al raso bajo la luz de la luna esperando el mágico acontecimiento. Un día la vio. estaba sentada sobre una piedra blanca, contrastando su piel oscura y su vestido de seda azul sobre la palidez de la cal. Largo tiempo estuvo mirándola mientras la joven morisca se peinaba y acicalaba a la luz de la luna. Después, sin ser consciente de ello, se acercó. La joven, alarmada, huyó ladera abajo desapareciendo para siempre. Él, contó en el pueblo su relato. Nadie reconoció creerle, pero la burla y la duda construyeron la leyenda.

Corría el año 1955 y Pedro Morales, labrador del pueblo, se acercaba frecuentemente a la colina. Había oído contar muchas veces, desde niño, aquella leyenda sobre una cueva escondida y una mora encantada. La historia le afectaba personalmente pues la colina del cuento era un terreno de su propiedad aunque, por más que había buscado, no aparecían restos de cueva alguna y la cima de la colina no tenía encanto alguno así, vista de día, mientras araba los campos de alrededor. Pero sí que el suelo relucía con cristales de espejuelo. Y también era verdad que, en el vallecito contiguo el aire cálido del verano, se poblaba por las noches de aromas silvestres y murmullos casi imperceptibles que no podían ser causados por la brisa que refrescaba los campos. A  veces se sentaba allí y permanecía mucho tiempo escuchado, intentando sentir el mensaje que le enviaba la tierra.

Un día, su sueño, ese sueño recurrente que le asaltaba desde hacía tiempo tomó una forma precisa. Aquella noche soñó que descendía por un largo pozo y que al final se posaba sobre un suelo rocoso, en medio de una amplia cavidad, con las paredes acristaladas e iluminadas por cientos de lamparillas de aceite. En medio de aquella capilla subterránea, brillaba un blanco ataúd. Pedro se acercó emocionado. Esperaba, quizá, encontrar a la joven mora de la leyenda acostada como una bella durmiente a la espera de alguien que deshiciera su eterno hechizo. Pero no; cuando abrió el ataúd lo encontró repleto de monedas de oro. La Mora Encantada había desaparecido, pero dejó allí escondido su rico tesoro, su valiosa dote de doncella.

Pedro despertó sudoroso, excitado. En los días siguientes pareció volverse loco. Pasó los días y las noches deambulando por la colina. Escavó pozos y realizó catas en las laderas. Se tumbaba sobre la cima y dejaba que las sensaciones de la tierra le mostraran el camino hacia la cueva del tesoro. No podía estar muy lejos  pues la colina no era grande. Además había demostrado ya que poseía cierta inexplicable percepción para detectar las corrientes de agua: parecía que fuera capaz de escuchar las voces de la tierra y que le hablaban. Finalmente un día empezó a cavar un pozo. Eligió el punto más alto de la cima y pidió ayuda a su amigo Alfonso y a Juan, su yerno. No tuvo problemas para convencerlos pues su fama de mahorí era notoria en el pueblo y ya había encontrado antes agua en parajes impensables. Además, a los pocos metros, efectivamente encontraron un  pozo de unos dos metros de diámetro escavado en la roca. Pedro dispuso un tronco cruzado sobre la boca y descendió sin temor al interior. Cuando hizo pie, a unos diez metros, iluminó con su farol la gran sala reluciente de cristales de yeso. Su sueño parecía convertirse en realidad.

Pedro y sus dos ayudantes buscaron entere las cavidades talladas a pico de la cueva. Alguien se  había tomado mucho esfuerzo para construir aquella ciudad enterrada, lógicamente pretendían poner a salvo algo muy valioso y él estaba seguro de que el preciado ataúd debía estar enterrado en alguna de las galerías que aparecían cegadas y cubiertas por escombros. Durante meses  logró convencer a sus compañeros de la proximidad del tesoro. Pero no encontraban el anhelado ataúd.

Desesperado hizo público su hallazgo. Autoridades y curiosos descendieron hasta la cueva y la visitaron. Los periódicos se hicieron eco del descubrimiento de una asombrosa ciudad subterránea olvidada por el tiempo. Pero superado el asombro inicial, Pedro, no recibió ningún apoyo en su tarea. Poco a poco la expectación creada cedió y dio paso al olvido. Pedro continuó solo, durante toda su vida, escavando galerías; explorando fondos de saco y ampliando gateras con la esperanza de encontrar un día el preciado ataúd. Pedro Morales finalmente murió. En sus trabajos había logrado limpiar un acceso lateral desde la base de la colina que arrancaba con unos escalones tallados en la piedra. La puerta, inundada cada invierno, se cubrió de maleza. Los chiquillos del pueblo jugaban a explorar su interior provistos de linternas. Algunos visitantes curioseaban por sus galerías y dejaban su inscripción en los blandos cristales de yeso. Pasaron los años y la cueva cayó en el olvido.

lunes, 22 de agosto de 2016

El patito feo



Lo vi de reojo mientras regaba el jardín. Estaba acurrucado bajo las arizónicas, hecho una bola con su plumaje gris y relamido, como si hubiera salido del huevo hacía un minuto. Pero era muy grande. - Será un polluelo de pato -pensé-. Al menos tenía un pequeño pico en espátula; sin embargo parecía no guardar proporción con el gran pico de estos ánades. - Quizá sea una cría de cuervo. Hay muchos por estos tejados -concluí-.

Me acerqué un momento para que se acostumbrara a mi presencia, pero parecía tan aterrado que no era capaz de moverse. Sólo, cuando aproximaba la mano, hinchaba el pecho y erizaba levemente el plumón  preparándose para retroceder: -No hay prisa, acabará acostumbrándose a mí al comprobar que no le hago daño... -pensé y respeté su temerosa soledad-. Él, desamparado, me miraba con ojos tristes desde su oscuro rincón.

Por la noche, al regar el jardín, lo vi de nuevo. Se había ocultado entre las leylandis y parecía esperar, muy quieto y encogido, la dudosa venida de su madre. Su  imagen era la viva expresión de una tristeza infinita. Volví a repetir el ritual de aproximación. Pensé en El Principito y las reglas de amistad para con la desconfianza natural e su encuentro con el zorro: -Me va a llevar tiempo y no sé si sobrevirirá a la soledad, o al hambre (¿sabrá buscarse por su cuenta las lombrices del jardín?), o al gato depredador de caracoles que salta la valla muchas noches y se pasea confiado por nuestro patio... Quizá muera pronto, antes de iniciar las primaras lecciones de domesticación. Si es un cuervo sé que son sumamente inteligentes y pueden aceptar la compañía de los hombres...

Mientras pensaba en estas cosas aparté el chorro de la manguera para no mojarlo. Le dejé pasar la noche por su cuenta confiando en que su instinto le permitiría buscarse solo la vida en mi jardín mientras pensaba que hacer con él. Charo, mi mujer, ya me había advertido de que lo sacara de allí cuanto antes, que no lo quería en absoluto dentro de su espacio vital.

Hoy, al acercarme a regar el césped, lo he encontrado en el suelo tendido y estirado. De entre el plumón estropeado y cubierto de hormigas sobresalían estiradas, tiesas, sus patitas negras. Del repertorio de mis sentimientos emergió una pena incontenible: -Pobre patito abandonado -pensé-. Debí ayudarte cuando aún era tiempo.

He recogido su pequeño cadáver y lo he metido en una bolsita negra. Con este improvisado ataúd lo he enterrado en el contenedor de la basura. Cumplí con un minúsculo duelo mientras lo llevaba; había algo familiar en este patito solo, desvalido y feo.  

domingo, 21 de agosto de 2016

De chorizo.


El padre estaba inclinado sobre la mesa de la cocina con el paquete de embutidos abierto mientras  preparaba los bocadillos para el viaje. Había elegido el jamón que tenía una pinta excelente. Dos emparedados estaban ya listos y envueltos en reluciente papel de plata. Al llegar al tercero, se detuvo un momento y gritó volviéndose hacia el patio de la casa: - ¿Tú, Raúl, también quieres el bocadillo de jamón?. Una voz adolescente contestó desde el exterior: - No, yo quiero de chorizo...

El padre le replicó: - Pero, hijo, siempre quieres chorizo: en el plato de lentejas un chorizo entero, con los huevos fritos: chorizo, para merendar, chorizo... ¿No te apetece este jamón? Está muy bueno...
La voz juvenil se reafirmó levemente irritada: - Yo ¡de chorizo!

El padre apeló  una vez más a la pedagogía: - Pero escucha, siempre comes lo mismo; tienes que diversificar tus gustos, tienes que aprender a comer de todo.. Piensa que cuando seas mayor y busques trabajo puede que tengas que decidirte por uno que no te guste. Quizás tengas que aceptar un empleo de albañil, o de cartero, o de funcionario... lo que te ofrezcan.

El hijo le contestó retador: - No, yo de chorizo.    

viernes, 12 de agosto de 2016

Aquel viaje fin de curso.


Magaluf salta a la plana de los periódicos. La prensa se hace eco de lo que, en círculos juveniles ingleses, era vox pópuli. Magaluf es el lugar de unrito iniciático para los jóvenes británicos que, terminados los estudios, se introducen en la adulta faceta de experimentar el exceso (y exceder el experimento. Se llega a etiquetar el sitio con los adjetivos del vicio: desmadre, pasaje a la lujuria, lugar de perdición, hogar de Baco, casa de Dioniso... Sus "delicias" turísticas, pregonadas en el boca a boca juvenil, se publican ahora en la prensa: la desenfrenada ruta etílica del "Carnage Tour" (barra libre en cinco establecimientos de la cadena por 30 euros la noche), el "mamading" (bebida gratis  pagando con sexo oral), el "balconing" (salto de un balcón a otro o hacia la piscina práctica que produjo más de 8 muertos en 2014)... Por 300 euros/pax se prometen noches épicas, veladas de sexo fácil sobre las arenas de la playa, ebriedad y zarra no solo consentida sino bendecida...

Este es el destino que eligen muchos jóvenes con impaciencia y que temen muchos padres... y allí, precisamente, es donde nosotros llevamos a nuestros alumnos en aquel viaje de fin de curso. Claro que, hoy en día, nos hubiéramos cuidado muy mucho de elegir un destino así y, también es cierto, que en aquella época (hace más de 25 años) aún no se había llegado a estos extremos y aquel pueblo mallorquín aún compaginaba turismo familiar, incluso escolar, con una incipiente orientación al turista inglés joven y bullicioso.

En realidad, aquel viaje era una bicoca: diez días a precio de siete, dos excursiones incluidas, avión y alojamiento en hotel de 3 estrellas por un precio muy módico. Nuestro director se  había mostrado muy hábil negociando el viaje con las agencia e incluso, dado el pequeño número de alumnos que podrían hacerlo, se había molestado en contactar con otro colegio para completar el cupo de 60 plazas necesarias. Así que, tras recoger en su colegio a los alumnos del otro centro nos presentamos en el aeropuerto a las 1:30. Nosotros conocíamos ya a  los otros  compañeros  por haber hecho alguna excursión de convivencia previa. A estos les acompañaba una joven profesora interina muy dispuesta y ambos nos presentamos en el mostrador solicitando información de nuestro vuelo. Nos llevamos un gran susto cuando nada sabían del mismo. Parece que nuestro avión no existía. Angustiando terminé llamando a las 4 de la madrugada a mi director que se  tomó amablemente la molestia de levantarse y venir hasta el aeropuerto. Finalmente todo se aclaró: nos habían cambiado el nombre del vuelo y este salía a las 6:10. Tras cinco horas en el aeropuerto aterrizamos en la Palma a las 7:00.

Era mi primer viaje fin de curso con alumnos. Era entonces tutor de un grupo poco numeroso de 8º curso de la extinta EGB. Tenía un justificado miedo a esa actividad. Los comentarios y experiencias de otros compañeros me ponían alerta. Mi propia experiencia en viajes de fin de curso (en bachillerato y en magisterio) me proporcionaban sensaciones agridulces: resultan inolvidables, sí; pero estaban sujetos a riesgos de varios tipos. Alguno de mis colegas me advertía severamente de la necesidad de "extraer el veneno" a los alumnos como si de escorpiones se tratara. Yo alcanzaba a comprender lo que pretendía decirme, pero ¿cómo hacerlo?. Desde luego no quería volver con algún pasajero de más, algún pequeño "alien" alojado en el vientre de alguna de la alumnas. A esa invencible inquietud se unía mi inexperiencia con alumnos tan mayores y la dificultad de manejar un grupo de adolescentes, algunos de los cuales ni siquiera conocía.

Yo tenía mi pequeño plan para moderar las ganas de juega y diversión que, inevitablemente, se producen tras las cenas. Eran los momentos más peligrosos: aquellos en que se producía el trasiego entre habitaciones por los pasillos y, suplicando a Dios que no se le fuera a ocurrir a ninguno de nuestros alumnos, por los balcones contiguos. Tenía previsto llenar el día de actividades, movernos de un sitio para otro continuamente: playa, excursión, paseo, visitas.. contaba así que llegaría agotados a las 12:00 y se irían a dormir como angelitos. Pero "los condenados", aprovechaban los viajes en el autobús para dormir y recuperar fuerzas así que a medianoche estaban frescos como  lechugas. El único que estaba agotado a aquellas horas era  yo y aún tenía que mantenerme despierto y vigilar los pasillos  hasta alta horas de la noche. Cuando llegó el décimo día apenas había algo por las noches y estaba realmente agotado.

El hotel Samos, donde nos alojábamos, no estaba mal. Eso sí la comida era malísima y las habitaciones dobles se convirtieron en triples. Algunos decidieron cenar en el burguer de al lado aunque generalmente volvían para el hotel tras la cena para asistir a las sesiones de animación. Al acabar estas algunos salían con algún profesor hasta las 2:30.  Los dos profesores  nos turnábamos para acompañarles, aunque he de decir que la profesora del otro colegio fue la mayoría de las veces la que, por propia iniciativa, asumió esta tarea. Cuando me tocó a mí recuerdo, espantado, que en las discotecas era imposible controlar del todo lo que consumían los alumnos. Eran locales grandes donde los alumnos se desperdigaban y las bebidas se pedían directamente a los camareros. Sabiendo que alguno podía llegar a pedir un combinado no pude más que hablar con los camareros y pedirles que, si alguno lo hacía, rebajara todo lo posible la mezcla. En lo de "prohibido servir alcohol a menores de 18 años" ellos no se metían y montar un escándalo en plena discoteca no me parecía lo más conveniente. Me pasaba el rato vigilante a los grupos y observando sus consumiciones. La verdad es que se comportaron con normalidad, sin dar la nota y finalmente obedecían aunque a regañadientes cuando tocaba volver al hotel, pero yo acumulaba sucesivas dosis de estrés.

Haber conseguido un extra de tres días más tenía sus inconvenientes. Normalmente se llena una semana con mañanas y tardes de playa o piscina, visitas a Palma de Mallorca, excursiones por la isla, subidas al castillo... pero con tres días más necesitamos organizar por nuestra cuenta un par de excursiones para llenar esos días. Esas excursiones se hacían en transporte público y, en ocasiones terminaban con algún grupo "perdido". A los profesores nos tocaba perder siesta y la comida mientras buscábamos por Palma a los rezagados que, pos su cuenta, llegaba al hotel.

Realmente los padres no imaginan lo ingrato que puede resultar ser profesor a cargo de un grupo de alumnos las 24 horas del día. A veces nos tocaba mediar ante algún comerciante que se quejaba de que alguno había "mangado" una postal. Otras poner malas caras para que abandonaran la discoteca ante lo avanzado de la hora. Muchas veces echar la bronca en los pasillos a aquellos que molestaban. En una ocasión la profesora del otro grupo hubo de acudir a correos junto a  una de sus alumnas pues había tenido que solicitar un giro urgente al gastarse el dinero que llevaba comprándose unos vaqueros  preciosos que vio nada más llegar... Yo no llegaba a entender porqué había accedido a acompañar a su alumna (si gastó su dinero, pensaba, pues que tire lo que resta de viaje sin él)  pero lo comprendí más tarde: era la hija del alcalde de la localidad de su cole. Una gran decepción nos llevamos al visitar la Cartuja de Valldemosa; pese a tener pagada la visita ningún alumno quiso conocerla y prefirieron quedarse a la puerta comiendo helados. También surgieron imprevistos que pudieron dar al traste con,  por lo general, buena marcha del viaje. En la excursión a Soller perdimos (por causa ajena a nuestra voluntad) el último tren hasta Palma. Corríamos el riesgo de tener que pernoctar al raso todo el grupo de 50 alumnos y profesores. Finalmente lo solucionamos contratando un autobús con el dinero que a modo de dietas nos había facilitado la dirección a los profesores. Nos quedamos sin blanca pero salimos del paso.

Pese a esas anécdotas, el viaje fue un éxito. Así lo reconocieron los alumnos y los padres que, en años sucesivos, llegaron a echar de menos la organización y el esfuerzo que desplegamos.

Y es que, en la preparación de un viaje fin de curso, no debería centrarse la atención en el viaje en sí. Lo más importante y educativo debería ser la preparación y, en nuestro caso, fue modélica. Siempre he pensado que estos viajes no deberían ser de "turismo" al uso, o ¡Dios me libre! de desfogue y desenfreno como parecen estar hoy de moda en el Magaluf que entonces visitamos. Deberían consistir en visitas a un agradable lugar de convivencia donde se celebraran actividades lúdicas y deportivas: estoy hablando de albergues, lugares en la montaña o en la naturaleza con acceso a rutas, deportes y juegos más adaptados al os jóvenes. Por otra parte nunca debería tratarse de una actividad "pagada" por los padres (o en una parte mínima). Tendrían que ser los propios alumnos los que, durante todo el curso, ahorraran poco a poco de sus propinas para este fin; habrían de ser ellos los que realizaran pequeños trabajos para recaudar fondos, los  que organizaran eventos para financiarse. Las implicaciones pedagógicas de esas actividades son innumerables. En nuestro caso los alumnos plantaron y vendieron tiestos y plantas (con la experta ayuda del conserje del colegio), vendieron las consabidas papeletas navideñas y los típicos ambientadores, montaron una espectacular cena-cabaret y  organizaron una tómbola con productos que se encargaron de buscar entre muestras y propaganda de numerosas fábricas del polígono industrial de la localidad. Al final el viaje resultó casi pagado con estas actividades.  En las tutorías, de cuando en cuando, se exponía el ejercicio económico y el estado de cuentas, lo que abría un nuevo capítulo a la aplicación práctica de las matemáticas.

Al final, lo mejor del viaje, había ocurrido antes, sin salir del cole.