Aires de mudanza se esparcen por el colegio. Brisas y prisas recorren los viejos pasillos. En la biblioteca acumulamos cajas vacías para empaquetar nuestros 8000 fondos. La primera piedra del nuevo cole es colocada en medio de fanfarrias electorales. Escrita en el viento la promesa de un nuevo y moderno centro para el curso próximo.
Nuestros libros tienen una ganas tremendas de emprender el vuelo y llegar a la nueva biblioteca, están impacientes, sueñan con escapar entre las grietas de las viejas paredes de siempre. Los bibliotecarios se dan prisa. Todavía pendientes de catalogar un montón de libros; y de los ya catalogados aún mil a falta de sellar, plastificar, colocar las carpetillas, los tejuelos, ordenar en los armarios...
En los estantes bajos y accesibles, al alcance de las manos infantiles, los libros de narrativa. Ahora mismo están desordenados comó ejército tras la batalla. Piden a gritos formación y disciplina de hoplitas. Y somo pocos, y avaros de nuestro tiempo, los maestros bibliotecarios.
La nuestra no es una biblioteca estática. Más de mil libros han recorrido kilómetros en viajes de ida y vuelta. Algunos llegan agotados: piel ajada, pinturas de guerra, miembros descoyuntados, vendas de cello y tintura de pegamento para sus heridas... y otros no llegan: perecen por el camino, se pierden en la selva de las calles con nombre de barco; se agazapan en cuartos infantiles, olvidados en alguna estantería llena de dinosaurios, tras spiderman o tirados junto a unas zapatillas viejas. Los bibliotecarios, colgados al teléfono, intentan encontrar estos seres perdidos: investigan proyectando sus ojos vigilantes a través de la Tierra Media antes de que perezcan a manos de los orcos del olvido o acaben destrozados por la maldad de Sauron, el Señor Oscuro. ¿Podremos tener a punto a todos para el viaje?
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