sábado, 16 de mayo de 2009
El mito del buscador de tesoros
El mito universal de la búsqueda de tesoros tiene mi infantil y humilde correspondencia entre las imágenes de estas carrozas almacenadas en la quietud de su pasado efímero.
Entre los primeros sueños que registra mi memoria me veo encontrando monedas a lo largo de un camino. Una tras otra un reguero inacabable de monedas que guardo con infantil avaricia. Es el cuerno de la abundancia para quien las propinas eran excepcionales y escasas.
Uno de los juegos más fascinantes de nuestra niñez consistía en enterrar cristaleras. Se construían haciendo pequeños hoyos en el suelo, entre la tierra (entonces no inundaba el asfalto muchas de nuestras calles y solares). Después los llenábamos con pequeños objetos brillantes que recogíamos aquí y allá como pequeñas urracas: papel de plata de la envoltura de los caramelos, canicas, cuentas de colores, trocitos de cristal machacado ... Por último los tapábamos con un trozo de cristal y lo cubríamos con tierra. Al cabo de los días jubámos a encontrar nuestros pequeños tesoros de nuevo y manifestábamos a gritos nuestra satisfacción cuando, tras apartar la tierra con las manos, aparecía en cualquier rincón la placa de cristal y bajo ella nuestro brillantes joyas infantiles. La sensación era mágica. Tengo el máximo respeto por este pequeño arte decorativo infantil.
A los 8 años, escondí mis primeros barrotes de oro entre las piedras de la tapia del parque del Parral en Burgos. Lo hice tan bién que cuando volví a buscarlos no pude reconocer el sitio entre la larga longitud de la parede de piedra. ¡cuanto sentí la pérdida de aquellas barritas pesadas y relucientes!. Las había conseguido al pie de una torreta de alta tensión. Mi oro infantil eran los restos de algún empalme en los gruesos cables de la línea. Para mí fueron la primeras pepitas del oro de los tontos que encuentran los buscadores novatos en las películas del viejo oeste.
A mis 10 años, en el extenso universo de juegos y espacios de nuestro entrañable Campo de Carbonilla, tuvo lugar mi propia experiencia emulando al pequeño Aladino en la cueva de Alí Babá.
Al otro lado del solar de Las Pilas, bajo una tosca nave de hormigón que cubría la vía del tren y a un costado de ésta, estaba un espacio cubierto propiedad del ayuntamiento. Allí se guardaban las carrozas de las fiestas durante el resto del año. Apenas se vislumbraban desde lo alto de la tapia a la que accedíamos escalando por la pared de hormigón. Muchas veces, subidos en el parapeto parlamentábamos sobre la decisión de descolgarnos y acceder al recinto. El respeto temeroso por la propiedad privada y el merodeo ocasional del personal del ayuntamiento nos disuadía siempre. Pero en una ocasión ¡me admira mi osadía! me decidí en solitario a explorar aquel espacio tan sugerente.
Aquella tarde me descolgué por la tapia con el corazón golpeándome fuertemente en el pecho. Llegué abajo con las manos ligeramente raspadas después de soltarme del borde del muro. Apenas me noté firmemente apoyado sobre el suelo de tierra me embargó la angustia de ser descubierto y no poder escapar a tiempo. Estaba en descubierta junto a la pared así que me infiltré entre las carrozas más cercanas. Dentro de este espacio umbroso brillaban con una luz extraña los efímeros adornos de papel charol, las láminas plateadas. las texturas expolvoreadas de purpurina, las figuras de contrachapado pintadas de colores brillantes, los archos, torres y escalinatas construídos por los carpinteros municipales... todo ello me hizo sentir como el solitario Aladino admirando el tesoro de Alí Babá: fascinado por su brillo y su belleza, temeroso de ser descubierto, en poder de algo valioso y único...
Recorrí cada rincón, cada carroza. Me subí a todas. Exploré sus rincones. Acaricié las flores de papel, junté puñados de serpentinas y confeti. Me abracé al espumillón que colgaba por los laterales. Subí escalinatas. Crucé arcos. Asalté castillos. Cabalgué sobre la luna. Alcancé las estrellas. Toqué el sol sin abrasarme. Miré de frente a los ojos del dragón... Investigué incluso su tosca arquitectura interior de madera que no dejaba de fascinarme.
Permanecí largo tiempo en este lugar plagado de imágnes de cuento y figuras mágicas. Luego, vuelto a la realidad, escalé con dificultad por el muro y marché a toda prisa. Alí Babá podría regresar en cualquier momento con sus 40 ladrones y no quiero pensar en lo que me harían si descubrían que conocía el sercreto de su tesoro.
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