Allá por el verano de 1970 se organizaron excursiones desde Burgos para visitar la casi terminada central nuclear de Santa María de Garoña. El viaje, para haberlo podido realizar, tuvo que ser gratis. Mi padre aprovechó la circustancia para llevarme con él a visitar las instalaciones.
Tenía 12 años. El autobús entró en el verde valle de Tobalina y paró suavemente en el aparcamiento de la central, cerca del río Ebro.
Bajamos y nos conducieron al interior de las instalaciones donde nos explicaron las características y el funcionamiento de las mismas. Quedamos impresionados por la magnitud de los espacios y la enormidad de la vasija, la compeljidad de las tripas y estómagos subterráneos de este ser atómico donde se digería el calor producido por la desintegración de unas barras de uranio exhalando y burbujeando vaporosos eruptos que hacían girar unas gigantescas turbinas. En mi cabeza infantil los equipos y maquinaria se asemejaban la parafernalia tecnológica del Castillo de Fumanchú cuyas películas veíamos a pares en sesión continua del mediodía al anochecer.
Con cierto dolor en la nuca por tanto alzar la cabeza en el recorrido escuchamos las excelencias de la moderna energía nuclear. Nada se nos dijo, evidentemente, de sus posibles peligros y, por si acaso alguno comenzaba a albergar dudas, la visita terminaba con vino, refrescos, bocadillos y picoteo, con lo que todo el mundo acallaba las dudas al tiempo que el hambre y volvía al autobús más contento que unas pascuas convencido de haber sido testigo de la poderosa ingeniería hispana.
Mañana se cumple el periodo de vida de esta central paisana mía. Se valora ahora la posibilidad de prolongar su uso. Si no es así, mañana expirará esta gigantesca y, ya anticuada, maquinaria
radiactiva a la que vi nacer.
jueves, 4 de junio de 2009
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario