viernes, 28 de enero de 2011

El secreto del liderazgo: las tripas llenas.

¡Es la economía, estúpido! rezaba un cartel, colocado por James Cardville estratega de la campaña electoral de Bill Clinton que estaba enfrentado con George H.W. Bush (padre), para recordar que la campaña debía enfocarse sobre cuestiones más relacionadas con la vida cotidiana de los ciudadanos y sus necesidades más inmediatas.

Sin necesidad de ser un presidente de EEUU, esto es algo que muchos habíamos aprendido ya sea a nivel de patio de vecinos, núcleo familiar o grupo de amigos. Os contaré una pequeña historia que me ocurrió hace 38 años, cuando estudiaba en un Juniorado -especie de internado de jóvenes que aspiran a ser religiosos- de Tuy (Pontevedra). En las pocas ocasiones en que tuve que asumir el papel de líder, la experiencia me enseñó que su secreto consiste en llenar bien la tripa de tus seguidores. Excelente lección para los tiempos que corren.


Verano de 1973. Walden 3, ciudad joven, se asentaba en el imponente edificio del juniorado marista de Tuy. Casi un centenar de jóvenes nos formábamos para ser futuros hermanos maristas. En el instituto de la localidad cursábamos 5º y 6º y, uno de los meses de las vacaciones escolares los pasábamos en en aquellas instalciones, realizando todo tipo de tareas: desde ejercicios espirituales a suaves trabajos agrícolas, pasando por un amplio repertorio de actividades: estudio, paseo, deporte, excursiones, música, fiestas, etc...
Cierto día, nos sorprendieron a todos organizando una actividad muy original, casi era un atrevimiento. Desde el punto de vista de la responsabilidad de nuestros formadores podía calificarse de osada y arriesgada: se trataba de formar grupos y darmos libertad para organizar una ruta de 4 días con sus noches por la zona, incluyendo la posibilidad de alejarse más de 30 kilómetros. Todo esto en tienda de campaña y con un fondo para alimentos prefijado.
Recibimos encantados la propuesta. A nuestros 15-16 años la posibilidad de convivir en pandilla y libres de cualquier adulto durante tres días nos excitaba. Los hermanos habían calculado la cantidad para manutención en 80 pesetas por persona y día. Era lo que el hermano ecónomo había calculado que gastábamos en nuestro internado. También debíamos comunicar con antelación el lugar a donde nos dirigiríamos. Por estar en 6º y ser jefe de nudo (nombre de los grupos en que estábamos organizados), me nombraron responsable y jefe de la partida.
Así que, un luminoso día de madrugada, salimos alborozados a los caminos de Galicia. Habíamos previsto dirigirnos a La Guardia. La ruta seguía a grandes trazos los 30 kilómetros de carretera que unen ambas localidades. Así que avanzamos orillados a la izquierda y cargados con nuestras mochilas, la tienda de campaña... Preguntámos aquí y allá por algún sendero o atajo para alternar la monotonía del asfalto. En uno de esos frescos caminos de Galicia una mujer con un cesto de manzanas, nos llamó desde la puerta de su pequeño huerto:
- ¡Eh, pobriños, venid! ¿Vais a la guerra, verdad? Tomad, coged estas manzanas...
Aunque le explicamos el objetivo de nuestra excursión no pareció entendernos y, divertidos, acabamos cogiendo las manzanas y agradeciéndo a la pobre mujer estas frutas que nos ahorrarían algunas pesetas del escueto presupuesto.
A medio día paramos para comer. La comida se compuso de varios bocadillos con embutido que compramos en algún pueblo del camino. Un largo rato de descanso y volvimos al camino. Caminábamos sin prisa, bromeando todo el tiempo. Nunca negábamos una parada cuando la curiosidad o el cansancio lo demandaban. Así que, a falta de unos 8 kilómetros para La Guardia, decidimos acampar y pasar el resto de la tarde en un hermoso prado cerca del camino: montar la tienda, preparar las mochilas, acercarse al cercano arrollo a enfriar el agua de las catimploras... todo lo hacíamos como si de una pequeña fiesta se tratase. Éramos completamente libres sin sentir por ningún lado el ojo vigilante de los hermanos. Llegó la noche. Improvisamos una hoguera. Nuestro pequeño fuego de campamento no fue muy original: algunas bromas, malos chistes, otra cena con bocadillos y leche con cola-cao, más fruta... Finalmente nos metimos en la tienda y, tras algunos minutos de trajín, el baile de las siluetas causada por las linternas en la lona terminó. Al llegar la medianoche todos dormíamos cuando, de repente:
- ¡Salid ahora mismo! ¡No podéis estar aquí! ¡No queremos que acampen gitanos cerca del pueblo!
Una decena de aldeanos armados con palos y provistos de linternas rodeaban la tienda. Estaban realmente enfadados. Bajo la lona cundió el desconcierto y el pánico. Por un momento pensamos que era la Guardia Civil, pero al salir de uno en uno y contemplar la mirada fiera de aquellos hombres nos temimos lo peor. Ellos se nos observaban extrañados al vernos tan jóvenes. Su enfado se tornó asombro.
- ¿No sois gintanos? Habíamos pensado que érais gitanos que veníais a acampar aquí. No queremos que los gitanos se queden en las tierras del pueblo. No traen más que problemas. Nos habían dicho que unos gitanos habían acampado aquí... pero ¿Quienes sois vosotros? ¿Qué hacéis aquí?
Les contamos como pudimos el objeto de nuestra actividad. Se tranquilizaron y pidiendo disculpas se retiraron murmurando quedamente en dirección al pueblo. Dormimos como pudimos pensando que nos habíamos librado por poco de una somanta de palos.
Al día siguiente recogimos el campamento aún con la mosca tras la oreja. Huimos, mas que marchamos, de aquel prado. Pronto, las dos horas de camino hasta La Guardia, nos hicieron olvidar el incidente.
Pasamos ese día en la Guardia. Era el sitio perfecto: mar, río y montaña. Nos bañamos en la desembocadura del Miño. La playa era hermosa y, en ese día, estaba poco frecuentada. Cogimos mejillones en las rocas. Pescamos camarones y cangrejos en las orillas. Todo acabaría en unos macarrones con tomate. Además de galletas, fruta y alguna delicatesen que nos procuramos: pastelillos y chocolate. Éramos siete bocas que devoraban con frenesí. Yo, como responsable y ecónomo forzado pensaba con preocupación que el presupuesto no llegaría al tercer día...
Por la tarde subimos al monte Santa Tecla. Cuando el sol se abatía ya veloz sobre mar, preparamos la cena. La sopa de sobre era barata y había que ahorrar. Las salchichas franfur baratas formaron el segundo plato. Esa noche no había problema para instalar la tienda; había zonas de acampada libre. Con los últimos refejos del sol en el horizonte pensamos lo que haríamos el día siguiente. En un principio habíamos previsto llegar a Vigo por la costa, pero ya teníamos claro que no tendríamos tiempo, ni muchas ganas, de andar tampoco: eran 50 kilómetros andando. Propuse una idea arriesgada: mi plan consistía en coger el autobús hasta Vigo. Eso consumiría una buena parte del presupuesto alimenticio, pero podríamos arriesgarnos. Nos hacía ilusión llegar a Vigo. Había que reservar también dinero para la vuelta. Prácticamente no nos quedaba nada para pasar el día, pero... ¡Dios proveería!
Al día siguiente recogimos la tienda y nos presentamos con nuestras mochilas en la parada del autobús. Yo pagué preocupado comprobando la delgadez de nuestros fondos. Mis compañeros charlaban felices contemplando el paisaje y felicitándome por la idea del autobús.
El día en Vigo empezó bien. Habíamos acabado la leche y las galletas, así que nuestros estómagos aún estaban gratamente reconfortados. Lo que no sabían mis compañeros es que tendríamos que comer 7 personas con el presupuesto de 1. Pasamos la mañana visitando el puerto. Nos hicimos fotos en las gigantescas anclas oxidadas frente al mar, en un viejo cañón de las defensas del puerto, ante los grandes buques... Llegó la hora de comer. Les avisé que hoy la comida sería escasa. Compramos una lata grande de sardinas y una hogaza. Nos supo a poco. Nos quedamos francamente con hambre. Deambulamos por Vigo para matar el gusanillo con las curiosidades de sus calles. Al final de la tarde estábamos buscando algún sitio donde poner la tienda. Podeis imaginaros lo difícil que es encontrar, en plena ciudad, un lugar donde acampar. Finalmente, en un descampado rodeado de altos eficicios instalamos la tienda. Fue una noche marcada por los retortijones (no hubo cena) y el miedo a una nueva aparición de vecinos o autoridades. Sorprendentemente a nadie pareció importarle la presencia de nuestra tienda. Por la mañana la recogimos y nos dispusimos a pasar un largo día de ayuno.
Volvimos al puerto. pero no sentíamos la misma ilusión. Además el hambre avinagraba el caracter de todos. Algunos murmuraban. Otos se quejaban abiertamente.
- ¡Dios, que hambre! ¡Será tonto el tío este que no ha guardado dinero para comer hoy!
Yo, el jefe, iba quedándome solo. Me sentía mirado de reojo. Veía el fastidio que les producía la situación. Incluso mis mejores amigos se callaban cuando les pedía con la mirada una palabra de aliento... Parece ser que decidí erróneamente. Yo guardaba celosamente el dinero de vuelta en el autobús, pero aparecieron ya las insinuaciones de gastárnoslo en unas cuantas barras de pan...
Finalmente aguijoneado por la necesidad, intenté una salida desesperada. Me dirigí al colegio Champagnat (un colegio enorme de los hermanos maristas en Vigo) y solicité hablar con el director del colegio. Me hicieron esperar en una agradable sala y después pasé al despacho. Conté al director nuestra aventura y la necesidad en que nos encontrábamos. Me preguntó sobre algunos detalles y le di cuenta de nuestra última comida del día anterior. Se despidió de mí invitándome a que esperara en el gimnasio con mis compañeros un momento. Nos condujeron a un gimnasio luminoso entarimado en madera. Allí nos sentamos a esperar. Al poco rato nos llamaron. Nos llevaron hasta una sala donde habían dispuesto unas mesas repletas de aperitivos y refrescos: para 7 gatos la comida de 7 leones. Asombrados dimos cuenta de todo ello, tal era el hambre que teníamos. Luego nos permitieron visitar las insalaciones del centro. Allí pasamos la tarde. Llegado el momento cogimos el autobús y nos presentamos en el colegio a la hora de cenar.
Cuando llegamos los hermanos nos preguntaron por el incidente del colegio. Evidentemente habían hablado por teléfono contando que uno de los grupos "había llegado al convento pidiendo alimento y asilo". Sorprendentemente no hubo bronca alguna. Creo que incluso les pudo parecer bien que hubiérmaos sabido salir del paso, aunque fuera con el fácil recurso de pedir ayuda "a la familia". Allí nos enteramos de que a todos los grupos les había pasado lo mismo. El dinero no les llegó. Algunos tuvieron suerte y "contaron" que encontraron un billete de 500 pesetas en el camino... otros habían llevado un "depósito de emergencia" (no estaba permitido en las normas de la actividad)... Supongo que, aparte de querer espabilarnos, algo había de concienciación de lo que realmente cuesta mantenernos y los esfuerzos que han de hacer para que no saliéramos muy caros a la congregación...
Por mi parte, fui aclamado como excelente lider, por la satisfecha tropa de tripas llenas y durante toda la tarde y en días sucesivos escuché lisonjas alabando lo listo que era y lo bien que había resuelto la situación.

¡He aquí pues el secreto del liderazgo!

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