miércoles, 5 de enero de 2011

Magia y poder.

Ya vienen los Reyes Magos. Asoma a las mentes infantiles su cabalgata de magia y poder. Como moscas a la miel nos sentimos atraídos por esos seres que representan la autoridad y el poder (de origen divino) y nos sentimos fascinados por la magia (sobrenatural) de sus hechizos. Niños pequeños y grandes niños nos entregamos a este ritual de ingenua credulidad y edulcoradas mentiras. Un rito donde, hasta el negro carbón se hace dulce.
Son muchos años ya regalando en nombre ajeno. Fomentando las mentiras y el mito por loor de la fantasía. Haciendo de la necedad virtud. Aceptando sumisos la triple monarquía evangélica. Interiorizando el origen divino de la realeza. Supeditando la ciencia a la magia. Manteniendo los tabúes. Evitando madurar.

Ese cuento de Hados Magos es completamente inneceario. Sería mejor decir claramente a los hijos que les queremos y que por eso les regalamos; porque su sóla presencia es otro regalo que nos recompensa largamente.  Explicarles que la mayor de las fantasías se llama realidad, que la vida puede ser tan fantástica y maravillosa que, ni siquiera los sueños, la superan. Que los juguetes se construyen (no aparecen por arte de magia) y por eso son tan valiosos. Que regalar nunca es obligación, que no tiene fecha, ni motivo, ni formas fijas, ni condiciones... Que un regalo no significa siempre juguete, que hay regalos que no están en las tiendas, que muchos regalos no cuestan dinero pero no son gratis: que cuestan al que los hace: que la compañia, la poesía, el arte, un viaje, una experiencia son los mejores regalos... Que los mejores regalos se los fabrica uno mismo. Que la vida ofrece juguetes en todas sus actividades: ayudar a poner la mesa en casa es mil veces más estimulante que desplegar la cocinita, construirte con cojinetes tu propio coche es infinitamente más imaginativo y valioso que comprarlo en la tienda de un centro comercial, jugar en grupo con unos simples naipes depara largas tardes de entretenimiento, inventar juguetes más creativo que comprarlos...

Ante el árbol totémico asistimos al férreo ritual del amontonamiento de presentes al dios de la infancia para ganarnos su favor. Una montaña de paquetes en primorosos envoltorios que serán despedazados y retorcidos sin miramiento para extraer el preciado botín. Elegirán rápidamente los favoritos y segregarán muchos otros sin percatarse de la sombra de desilusión en los ojos de algún familiar dolido. Abrirán paquetes, volcarán contenidos, desordenarán a fondo, comenzarán complicados montajes que enseguida abandonarán, correrán de acá para allá, compararán inquisitivamente el botín de hermanos y primos, asistiremos perplejos a los pequeños ataques de crisis de la abundancia: lo quiero todo, lo quiero yo, lo quiero ahora...
Luego lo servidores de esta teocracia infantil agacharán la testa y recogerán papeles desgarrados, cajas despanzurradas, envoltorios destrozados; armarán cuidadosamente infinidad de piezas y engranajes, posiblemente jueguen nostálgicamente con algunos y los llevarán hasta la habitación del dios menor para que queden allí, cual exvotos, en el templo de la infancia a espera de obtener el favor de su dios.

Uno, que también fue niño, no lo dudéis; también esperó ilusionado la llegada de los Reyes. Siempre un poco extrañado por aquellas leyes absurdas de acostarse pronto, dejar una copa de anís para los pajes y un cubo de agua para los camellos (¡pero si son camellos: no la necesitan!). Más mosqueado aún por las capacidades trepadoras de esos equinos tropicales pues vivíamos en una buhardilla. Aquella desconfianza me perturbaba casi tanto como el misterio de que sólo las personas casadas tuvieran hijos: ¿Por qué no los tenían los jóvenes, los novios, dos individuos de mismo sexo? Algo se me escapaba...
Fui niño de regalo único y casi de obligado consumo anual de carbón. Estaba claro que no había manera de contentar del todo a sus majestades. Consumí buenas raciones de esa amalgama aturronada de azúcar coloreada. Mis regalos eran juguetes clásicos: la bici, el fuerte, un futbolín, un coche, un cinexín... Podría clasificar mis años infantiles por el juguete que me regalarón el día 6: daba para jugar todo el año. Muy raramente me añadían algún estuche de pinturas, una cartera  o algo así. Si la economía regia estaba en crisis se compensaba la pobreza del regalo con peladillas y caramelos. Como no había tele, no teníamos manera de comparar nuestras pequeñas propiedades con las potenciales posibilidades de los comercios o las reales posesiones ajenas... sólo en la calle te percatabas de las diferencias.  Entonces pensabas que lor Reyes eran dolorosamente injustos. Aquellos niños, auténticos canallas algunos, habían sido premiados con objetos maravillosos que te producían insana envidia. ¿Por qué los Reyes me quieren menos a mí? ¿Qué he hecho tan mal? Nunca entendí la odiosa diferencia. Hubiera sido tranquilizador saber entonces que los padres no son todopoderosos. A la pobreza estaba acostumbrado a la injusticia no.

¿Y la magia? me diréis. ¿La ilusión, la esperanza, la sorpresa, el misterio? ¡Qué ingredientes más apetitosos para una sopa tan tonta! ¿Qué es la magia sino una trampa no descubierta? ¡Trampa al fin y al cabo!
Nos fascinan los magos. En el fondo preferimos no conocer sus trucos. En el momento en que se descubre el truco, perdemos interés. La magia desenmascarada se llama ciencia. He aquí el eterno dilema entre el saber y el misterio. Lo primero nos hace más libres, lo segundo más crédulos y manejables. Sin embargo, ante la revelación de un misterio, en la solución de un enigma, en el descubrimiento de los trucos de los magos experimento una infinita liberación: una particular sensación de felicidad.

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