jueves, 16 de agosto de 2012

Mateo 25:36

Estuve enfermo y me visitásteis...
Mateo 25:36


Estos cinco días he estado "de hospital". En una curiosa regresión etimológica del término lo que se contempla hoy día como hospital  o "lugar de auxilio a los ancianos o enfermos" retrocede ante ante mis ojos a hospitalia o "departamento de visitas foráneas" e incluso a su origen etimológico latino hospes que significa "huesped" o sea "visita". Y es que, pese a los numerosos letreros en cada planta recomendando y rogando que no haya más de dos visitantes por enfermo en la hora de visitas, la habitación compartida de mi suegro sufrió el asalto de 6 o 7 personas muchas veces y las más de 2 ó 3. Tan solo en las horas de la noche, era acompañado por la atenta presencia de una sola en la forma de hija o nieta. Esta costumbre romaní de la familia de mi mujer, record de visitantes de la 8ª planta, me incomodaba en cierto modo, más cuanto el paciente que compartía la planta (el señor Antonio) apenas recibió la visita de su hija y su nieta un par de veces el fin de semana.
Mi suegro fue ingresado de urgencia tras una aparatosa caída ocurrida al perder el conocimiento cuando se levantó para orinar hacia las 3 de la noche. Sufrió  un desvanecimiento, hasta ahora inexplicable, que le hizo perder el conocimiento y caer al suelo padeciendo los efectos de la gravedad en sus noventa kilos: golpe en la cabeza, costilla rota, hemorragia y pérdida de conocimiento de más de tres minutos.Ingresado de urgencia, en el caluroso fin de semana del 11 y 12 de agosto, permaneció en el hospital dolorido, asustado y desorientado. Esos días, una masa de aire africano sobrevoló la península. El aire, cargado de diminutas partículas de polvo blancuzco flotaba sobre el horizonte axfisiando cualquier intento de la brisa por refrescar la superficie requemada de la tierra. En el hospital de Guadalajara, en la octava planta, los marcos de aluminio de las ventanas ardían como hierros al fuego.  Las habitaciones se llenaron de ventiladores que los familiares, acarreaban desde sus domicilios para remover en lo posible el aire sofocante que se remansaba en los habitáculos... El aire acondicionado no funcionaba o apenas se sentía... pareciera que los recortes habían llegado también a esa partida (y así me lo confirmaron las propias enfermeras)... En España se multiplicaban los incendios: La Gomera, Alicante, Valdeavero... Mi suegro luchaba por recuperarse mientras se sucedían las pruebas que pudieran explicar lo sucedido. Con el costado dolorido (una mala caída de lado, quizás un golpe con el borde de la cama) y una brecha en la cabeza (un par de grapas metálicas sujetaban el epitelio en la parte posterior) permanecía sudoroso en la cama, incómodo  por la postura, la ropa, el calor... En sus ojos se reflejaba el temor y la incertidumbre. A veces desorientado, o en sueños, hablaba de los pequeños recados y aconteceres de su rutina diaria: "los tordos se comen las uvas de la parra ¡y este año está muy hermosa! hay que asustarlos en las horas que se acercan a observar, luego se van...", "Que no se nos olvide compar el pan y los pepinos..." y la familia se preocupaba de que perdiera la cabeza... Resultaba enternecedor ese afán por el día a día, por las pequeñas ilusiones del momento, por las preocupaciones cotidianas...

Rápidamente el clan familiar se movilizó. Se suspendieron vacaciones, se alteraron rutinas, se organizó la infraestructura familiar para que el cabeza de familia dispusiera de todo lo mejor y en todo momento. Llegaron las visitas. Se investigó la situación y disponibilidad de los diversos aparcamientos, se establecieron los turnos, se organizó una intendencia de emergencia: ventiladores potentes, máquina de afeitar, calzoncillos suficientes, toallas, miniTV portátil, agua mineral... Ser marido de una mujer resuelta y lúcida, padre de tres hijas, abuelo de varios nietos y una nieta; y suegro de tres cuñados da para tener una infraestructura familiar  muy sólida. Las atenciones fueron constantes, casi exageradas... Esta solícita respuesta familiar contrataba con el enfermo compañero de habitación el señor Antonio que, inválido como consecuencia de una accidente de tráfico hace muchos años (del que fue víctima, no culpable) tenía las manos y parte de los brazos paralizados, al igual que las piernas. El pobre hombre tenía problemas intestinades con la barriga hinchadísima y una dieta de ayuno casi numantina. Aguantó sin una queja estos cinco días. El hombre manejaba con sus manos muertas el móvil, su pequeño transistor y sus cascos... Pedía tímidamente ayuda para que le acercaran una pequeña botella de agua que cogía con sus entre sus manos insensibles y, con movimientos groseros, se la llevaba a los labidos... Agobiado por el calor (y evitando pedir el favor a los visitantes extraños) tomaba un buche de agua en la boca y lo expulsaba sobre sus manos para lanzarlo torpemente sobre la cara y refrescarse unos momentos... el agua derramada sobre las sábanas era un mal menor en medio del  calor de la habitación. Decenas de veces tuvimos que salir de la habitación  para que las asistentes le cambiaran de ropa o le limpiaran. El hombre no recibía visitas y, por teléfono, desanimaba a sus familiares de que le visitaran: "Yo estoy bien, no hace falta que vengáis..." . Yo intentaba imaginar qué sentía al ver el despliegue solícito y afectivo del clan de los "Cuesta", tan nerviosos, tan preocupados...
Respecto a mí, me tocó permanecer sólo con él una tarde. Intenté ser solícito y atento con Ramón, pero procurando que descansara. No intenté darle mucha conversación: los hospitales son un lugar de reposo y mi suegro debía dormir. El hombre lo intentaba pero apenas cerraba dos o tres minutos los ojos se despertaba con ligeros sobresaltos. Parecía negarse a dormir temiendo no despertar y estaba agotado. Respiraba con alguna dificultad y se quejaba frecuentemente del costado derecho, sobre todo al toser y carraspear para expulsar las flemas que una leve neumonía le empezaban a producir. Cuando insistió en moficar la incómoda postura, casi vertical, de la mitad anterior de la cama consentí incumpliendo conscientemente las rígidas normas sobre la postura a mantener, y al proponerme un paseo accedí a acompañarle por el pasillo con un andador (luego recibí las recriminaciones de dos de sus hijas). Me sentí herido ante lo que, muchas veces, me pareció rigidez, histeria y desconsideración.
En esos días fui y volví del hospital muchas veces. Atendí a mi suegra a la que acotamos las visitas para la propia y ajena tranquilidad. Fiel a su caracter la mujer anticipaba las peores situaciones posibles para la situación. Su pesimismo le llevaba a comparar y atribuir los hechos a factores hereditarios ya manifestados en antiguos familiares, le preocupaba y asustaba que su marido perdiera la cabeza... Yo le hacía ver la suerte que tuvo al estar ella presente en el trance (si hubiera ocurrido en el lejano servicio, al otro lado del patio, no se habría dado cuenta hasta mucho más tarde). También le invitaba a considerar los buenos resultados de las pruebas realizadas: la excelente analítica, los resultados normales de las placas, de los electros... Sólo alguna alteración del sueño o algunas inexplicables ausencias quedaban pendientes de valorar.

En el quinto día, tras una noche monitorizado para evaluar su respuesta durante el sueño, le fue dado el alta. Al pasar por casa para recoger a mi suegra presentaba muy buen aspecto y mostraba buen humor. El pueblo, que todo lo cura, será su lugar de convalecencia durante algunos meses. Sentado bajo la parra espantará a los tordos que quieren comerse sus uvas mientras su costilla se suelda. Y el coche, ese recinto de independencia que tanto valoran nuestros abuelos, dormirá en el garaje de Arganda hasta que alguno de los sobrinos supere la desidia de no sacarse el carnet y colabore, como todos, en los trayectos hasta el querido pueblo de Palomares: tras el incidente, a Ramón, le han prohibido conducir.

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