Decenas, quizás cientos de veces, anduve calle Barcelona arriba, en Palomares del Campo, sin fijarme en la ventana de esta casa ruinosa. Pero un día me topé a la altura de los ojos con este trozo de trillo reutilizado sobre sus jambas. Aún conserva sus pedernales y cuenta, a quién le quiere escuchar, una historia secular.
Hace más de medio siglo, a mis siete años, esperaba ilusionado la llegada del verano para jugar sobre estas plataformas móviles que se arrastraban por la era cubierta de espigas. Era un juego delicioso con multitud de variantes y la única regla de la prudencia para no ser atropellado. Uno podía hacer equilibrios, caerse, rodar, echar carreras, buscar espigas de colores, acariciar la paja que se deslizaba bajo la tabla, dirigir el tiro de vacas... incluso el asqueroso y lúdico ejercicio de correr con la lata prestos a recoger la boñiga que se adivinaba al iniciarse los movimientos del esfinter anal del animal. Además, tolerados por el tío Felicísimo que adoraba a sus sobrinos, escuchábamos historias increíbles de la guerra civil, con aventuras donde no faltaban batallas, muertos y heridas cuyas cicatrices mostraba a nuestros ojos asombrados. Cuando nos cansábamos de escucharle mi tío nos enviaba a algún recado: traer la comida a la era, ir a buscar el botijo que se refrescaba a la sombra de un fresno cercano... y en resto del tiempo nos dejaba pasarlo buscando cangrejos en el pequeño arroyo Valcuende, al lado de la era. También podíamos ir a ver las veldadoras en plena acción o jugar con un perro negro y valiente de nombre Gitano y que era capaz de controlar una recua de vacas a base de arriesgados mordiscos en sus piernas. Al final de la tarde tenía lugar la recogida de la parva. Aparvar era emocionante aunque la polvarera se metiera en nuestras sensibles narices.Así llenábamos la tarde sin aburrirnos ni un instante. Todavía acompañábamos a la yunta hasta el establo donde otra serie de rutinas curiosas nos entretenía hasta el momento del ordeño y posteriormente la cena en la que éramos los encargados de llenar la botella de vino de la carral de vino comprado en Toro.
En la ventana de la vieja casa, en el dintel, el trillo guarda historias parecidas de chicos palomareños, que antes de ser tunos, pasaron tardes enteras sobre él. Sabe de sus juegos, de sus gritos y correteos. Sabe de arreglos con los abundantes pedernales de sus campos, de extintas parejas de bueyes, de espigas cortadas en campos de trigo cada vez más escasos. Una vida bajo los pies a ras de suelo y una vejez soportando la mampostería de una pared ruinosa.
Hoy te descubrí, olvidado en la ventana y abriste en mí otra ventana: la de mis recuerdos. Gracias por ello.
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