sábado, 1 de noviembre de 2014

Fósforo verde


Nací sin teléfono en casa. En los primeros años de mi vida, mis padres tenían que cruzar cuatro calles para poder hablar por él  y había que hacerlo desde una casa particular llamando al timbre y esperando que la encargada conectara las clavijas correspondientes. Sólo de mayor, en los años 80, mis padres colgaron un aparato en el pasillo.

Soy de la época de las filminas de carrete, de las diapositivas sin carro automático. Nací al tiempo que la televisión en España, pero no vi aquellas pantallas parpadeantes hasta pasados los cinco años, en casa del vecino que pudo comprársela. En el pueblo habilitaron un teleclub para toda la  población con bancos corridos y se llenaba.  Sólo a mediados de los años setenta pude ver desde mi casa El hombre y la Tierra, pero en blanco y negro. Mientras tanto tuve que conformarme con la radio escuchando  por las tardes larguísimas novelas como Lucecita o el Santo Rosario o los Cuarenta Principales.

Yo he escrito y recibido auténticos telegramas (¿Te suena qué es esto?). Jugué de adolescente con walky-takyes baratos que interferían los buscas del hospital cercano, pues las frecuencias no estaban reguladas. A veces "copiaba" emisoras de radioaficionados.

Vi u ordenador por  primera vez en alguna oficina tributaria. Después pude tocarlos en el colegio cuando empezaban a informatizarse las secretarías. Más tarde aparecieron los primeros PC en la enseñanza, incluso realicé un curso de ofimática que hoy en día me parece prehistórica. Por entonces se utilizaban grandes discos flexibles con una capacidad miserable. En las escuelas de verano para  profesores realicé también un curso de LOGO  que me encantó (había una lógica fascinante en aquellas rutinas repetidas una y otra vez). Una operación de menisco y una larga convalecencia me animaron a comprar un pequeño ordenador amstrad con pantalla de fósforo verde y aquellos discos compactos tan caros. Con el aprendí BASIC y creé mis propios programas. Por entonces, en mi colegio, había unos amstrad similares, pero de cinta de cassette. Se cargaban con silbidos infernales y tardaban un montón. Realicé algunos programillas para los chicos: recuerdo haber creado una rutina para calcular los primeros 1000 números primos y un solucionador aritmético y gráfico de raíces cuadradas. Debo tener el código por ahí guardado. Por fin llegó mi primer PC, un IBM que quedó obsoleto en un pis-pas. Luego vino un segundo con una capacidad que me pareció asombrosa y, encima, con pantalla a color. Quedó anticuado en un par de años. El tercero fue encargado con un perfil de potencia sobrado: ya va petao desde hace años. Este es el cuento de nunca acabar. Lo último en llegar a mi mesa son las pantallas planas, las tablets y los móviles.

Ahora veo a las nuevas generaciones, las de la pantalla táctil. Admiro su capacidad de tacto, su automatización de la escritura con minúsculos teclados, ¡su buena vista!, su capacidad para adaptarse a los procesos en aplicaciones y sistemas operativos.... Y me pregunto: ¿Qué será de los viejos diccionarios, si las búsquedas en línea son más cómodas y rápidas? ¿Cuándo llegará el ocaso de las bibliotecas ante el poder de internet y su universo de contenidos? ¿Quiénes ensañarán en el futuro las cuatro reglas si las calculadoras operan por nosotros?  ¿Qué ocurrirá con el aprendizaje de los idiomas cuando los traductores mejoren hasta alcanzar la perfección?

Falta poco para la inserción de chips conectados a nuestros sentidos y al cerebro. Se acerca la era del ciborg. ¿Lo veremos cuando estemos en nuestros asilo, soñando con carreras de comecocos en fósforo verde?








cabna

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