jueves, 16 de junio de 2016

Wellington ad portas

Un siglo antes de que naciera mi madre (cuyo 93º cumpleaños hemos celebrado este 12 de junio) y recién aprobada la Constitución de Cádiz, llamada La Pepa, durante la Guerra de la Independencia tuvo lugar en Burgos la batalla por la toma del Castillo de la ciudad protagonizada por el aglomerado de tropas del general inglés Wellington y las del general napoleónico Dubreton.

Por primera vez en la historia de la ciudad se aprobó este año la iniciativa de realizar una recreación histórica de este hecho de gran transcendencia para la ciudad. El poderoso castillo que coronaba la ciudad con su austera silueta saltó por los aires un año después de aquella batalla, minado por las propias tropas francesas que  habían resistido los asaltos a que fue sometido durante un mes por las tropas inglesas, portuguesas y españolas. Algunas de las piedras que volaron por los aires cayeron sobre los tejados de la catedral y varias iglesias. Eso nos dejó un castillo derruido en medio de dos colinas de gran belleza forestal y que fueron lugares favoritos de mis  juegos infantiles y paseos adolescentes. En aquella época coronábamos las murallas desdentadas, nos adentrábamos en los derruidos torreones, explorábamos cuevas y pasadizos... Desde el espléndido mirador del Castillo contemplábamos con ensoñación la ciudad identificando los lugares conocidos y los que desearíamos conocer y explorar en los días venideros. En sus descampados jugábamos a fútbol o nos adentrábamos en la floresta jugando al eternos juego de sorprender o ser sorprendidos.
 
Pero por aquellos días de septiembre y octubre de 1812, en aquellos bucólicos parajes, se escuchaban las descargas de fusilería y las disparos de los cañones desde el hornabeque del Cerro de San Miguel. En los rincones arbolados se habían construido parapetos y varias minas avanzaban hacia las murallas desde diversos puntos. En los  bosques de alrededor eran frecuentes las refriegas y los avances y retiradas de tropas en medio de la confusión se sucedían continuamente. En la humbría, bajo los árboles, en los claros del bosque, en las llanuras que coronan los cerros combatieron al estilo de la época soldados de cuatro nacionalidades.

Comentadas por potentes altavoces situados en el mirador de aves del Cerro de san Miguel los dos ejércitos recrearon las maniobras de aproximación de las tropas de Wellington y la resistencia de las tropas  el general Dubreton. El ascenso a la colina, a pie, me recordó que ya no estaba tan en forma como en mis años jóvenes cuando subía corriendo de un tirón hasta este mismo cerro y más allá en las heladas mañanas burgalesas nada más levantarme de la cama y antes de dirigirme a estudiar la oposición en la biblioteca de la caja de Ahorros Municipal. Llegué resoplando y regurgitando las croquetas de la comida. Me encontré allí un público que se apretaba contra las vallas de madera que rodean el perímetro en un largo de kilómetro aproximadamente. A esa distancia, más o menos, se encontraban las fuerzas de ambos ejércitos diseminadas en pequeñas formaciones de compañías y patrullas. La artillería, cañones reales de época, atronaban literalmente mientras disparaban exclusivamente con pólvora; pero con fogonazos y humareras de gran realismo. Los setecientos figurantes, muchos de ellos venidos de varios países: Inglaterra, Francia, Portugal y España (Galicia, Madrid...) lucían vistosos uniformes, perfectamente diseñados siguiendo los modelos de la época, y portaban fusiles de avancarga (algunos originales) que disparaban tras avanzar líneas en descargas cerradas dirigidas por oficiales que, y esto me llamó considerablemente la atención, se tomaban su papel perfectamente en serio, arengando y dictando las órdenes con una convicción impresionante.  En su progresión hacia las defensas francesas se apreciaba claramente el despliegue de las patrullas que hostigaban los flancos en parejas de a dos que se protegías y alternaban en los disparos. Con disciplina militar se desplegaban a una orden de su superior y se replegaban ante el avance de la caballería francesa formando un cuadro con las bayonetas caladas y alzadas contra las monturas. Pude comprobar su  buen adistramiento pues incluso se perfilaban tras el compañero para exponerse lo menos posible a las descargas de fusilería que, pese a su poca efectividad en distancias de cien metros, suponían  una lotería de plomo mortífera.

Mis hermanos y yo, recorrimos el perímetro rodeando la explanada y nos situamos al borde del talud opuesto al grueso de los espectadores. Desde esta posición más desahogada de público se descubrían mucho mejor los innumerables y curiosos detalles que se ponían en juego: no faltaban las mujeres que acarreaban munición, agua o incluso portaban fusiles y formaban parte de las compañías; ocasionalmente se veía aparecer un médico con un escalpelo en la mano y su delantal ensangrentado con aspecto de carnicero; un pequeño tamborilero que marcaba el paso de la compañía con el redoble de su tambor, el general Wlellintong a caballo arengando y dando órdenes, la caballería francesa atacando los flancos y la retaguardia (eso sí andaban un poco escasos de caballos, pues solo vimos 6-8 por toda la campa),,,   En a refriega final, ¡por fin! vimos caer a algunos soldados que imitando un  rictus de dolor al estilo de las viejas películas (nos empezaba a extrañar que no se "muriera" nadie con tanta descarga de fusilería porque, la verdad, las descargas y las salvas se sucedían frenéticamente poblando el aire de nubes de pólvora y de las particulares detonaciones de los fusiles de chispa).        

El público comentaba curioso todas estas cosas. Algún mozalbete no paraba de criticar el espectáculo aduciendo que era "una mierda", que en las películas era mucho mejor; mi hermano observaba que la mayoría de los figurantes parecían jubilados (eso sí, evidenciando una férrea disciplina castrense); los niños miraban arrobados  el brillo de los uniformes y sonreían felices cuando al final, algunos de los soldados se dejaban retratar con ellos cediéndoles la gorra... Sorprendía el verismo de sus maniobras, su marcha al paso, su postura militar...
Tras la batalla en la llanura, se dramatizó el asalto a una posición en lo alto de un terraplén con defensas y parapeto. Yo, personalmente, sufría por aquellos jubilados que subían sudorosos colina arriba mientras cargaban una y otra vez, compulsivamente, sus fusiles. Algunos habían agotado ya las 50 o 100 cargas que llevaban en su morral (por cierto las cargas las empaquetaban en papel de periódico formando pequeños cartuchos que mordían con los dientes y con los que llenaban el cañón de su mosquete al que luego pasaban la baqueta: unos diez segundos para cada disparo más o menos).

Tras este último encontronazo se sucedieron las escaramuzas (ya sin orden ni concierto) por los bosques cercanos en cuyas inmediaciones se encontraban los campamentos a los cuales visitamos. Nos asustamos un poco al ver la enorme hoguera que los "voluntarios de Madrid" habían encendido en medio de los árboles con la hierba seca, tras haber sido cortada hacía días y un montón de sacas de  paja: no es ya que estuviera prohibido (que lo está), es que el peligro de incendio era muy cierto.

Aquí, todo el mundo desperdigado, fue la diáspora de tropas y público. Algunos se dirigieron al cerro del castillo (y de paso visitaron el campamento de infantería francesa) y otros no retiramos hacia la ciudad bajando hasta la catedral donde nos esperaba el resto de la familia.

Como conclusión os diré que la experiencia me resultó muy interesante. Me conmovió el enorme esfuerzo de esos voluntarios en organizar un evento semejante. Me desconcertó el contemplar en vivo la inmensa carnicería que suponían ese tipo de batallas donde  se avanzaba a paso lento en apretada formación expuesto al pin-pan-pun de la fusilería enemiga: no podía encontrar ninguna gloria en eso. Me encoraginé un tanto por los vándalos que, en las semanas anteriores, habían destruido todas las defensas que el grupo de scouts de mi sobrino habían ayudado a construir como contribución al evento. Me alegré de saber un poco más sobre la historia de esta ciudad con posibles y me congratulé con mis conciudadanos por el simpático ambiente de esos días con lustrosos soldados por las calles, gran cantidad de turistas y visitantes y bullicio de las calles. Al final, algo tan aparatoso y criticado por algunos, incluso merece la pena.     



NOTA: En esta página tenéis muy bien documentada la batalla del Castillo. Os la recomiendo.

1 comentario:

  1. Con ciertas prisas (se me estaba pasando el arroz) terminé esta breve crónica de mi finde Burgos. Anotó estos detalles antes de que el polvo del olvido los sepulte el fondo de la memoria. Dentro de pocos, al releerlos, ya empezaste a sentirlos extraños.

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