lunes, 18 de julio de 2016

El tiempo amarillo



Tal es la mala virtud
del rayo que me rodea,
que voy a mi juventud
como la luna a mi aldea. 
...
Sigue, pues, sigue cuchillo,
volando, hiriendo. Algún día
se pondrá el tiempo amarillo 
sobre mi fotografía. 

(Miguel Hernández, El rayo que no cesa. Fragmento)



A las cinco despertó. Había dormido cuatro horas y media lo cual no estaba mal para lo que era habitual en ella -pensó-; la media pastilla de somnífero que se tomó la noche anterior había hecho su efecto, así que se estaba contenta. Aguantaría aún cuatro horas más en la cama; no quería levantarse antes que su hijo mayor que dormía en la habitación contigua. Se dispuso a pasar el tiempo que le faltaba lo mejor posible antes de levantarse y visitar su amado patio para comprobar el crecimiento de las nuevas flores y  contemplar el aspecto del retal de huerta que tenía junto a la tapia.
Al principio revisó las actividades del día anterior: la llegada al pueblo, el saludo a las viejas conocidas (que ya eran pocas y cada vez serían menos), las muchas faenas necesarias en una casa vieja desocupada durante un año entero...  Luego pensó en lo que tenía que hacer en el nuevo día : cocinar el  conejo que había comprado la víspera (lo prepararía ella -decidió-, pues su hijo no sabía hacerlo como su madre, que era como a ellos les gustaba), había que fumigar el cerezo cuyas brotes aparecían infectados de miríadas de pulgones que arrugaban las hojas y le hacían desprender un líquido pegajoso... Al cabo de una hora había repasado la lista mental de las tareas diarias; las horas siguientes las pasó como cada noche recordando.
Resultaba asombroso la nitidez con que se acordaba de los mínimos detalles de su infancia. El día anterior, durante el viaje, estuvo contando largas historias de la familia: nos hizo  un vívida descripción de su madre en el lecho de muerte con su tío a solas con ella inclinado sobre la cama y pidiéndola perdón poco antes de morir: - "Peregrina ¿me perdonas?. Íbamos descubriendo sobre la marcha historias de celos, abusos y envidias que nunca sospechamos... Después abrió el capítulo de la añoranza por su querido pueblo: contó los niños que había en la escuela,  revisó la lista uno por uno como un maestro al inicio de su clase. Algunas anécdotas se agolparon entonces en su memoria: la temida visita de la inspectora y el gesto de alivio de su maestro cuando ella, una de las alumnas más aplicadas, pasó a la pizarra y con sus cinco añitos escribió con letra primorosa la palabra "vaca" a petición de la ilustre visitante; la vez que se escapó unos pocos minutos y se escondió tras el hueco de la escalera ante la llegada del maestro que la buscaba, lo aplicada y voluntariosas que era para los estudios....  Pasó después  revista a la cuadrilla de jóvenes de su época de moza y nuevos recuerdos la visitaron: las bromas que gastaban a los mozos cuando se juntaban unas cuantas amigas y los pillaban desprevenidos: esconderles la comida,  aguarles el vino de la bota, bajarles los pantalones si les sorprendían solos y se sentían atrevidas... Pasó un rato entresacando de la lista a los que aún vivían: eran ya tan pocos... y ¡Dios mío: en qué estado se encontraba la mayoría! Entonces daba gracias a Dios por conservarse tan bien a sus 93 años, por mantener la cabeza en su sitio y ser capaz de hablar con la gente, de aconsejar a los hijos y de poner un poco de orden e interés en la cabeza de su marido, enfermo en los últimos años. 
A las siete visitó mentalmente las calles de la aldea e inspecciona todas sus casas. En su cabeza dibujó un plano preciso con la disposición de las viviendas ochenta años atrás. Pasó un buen rato verificando  una a una los cambios que habían tenido lugar:  las nuevas construcciones, los derribos, los anexos construidos... transitó de las viviendas recientes de ladrillo a aquellas otras viejas más frescas, de paredes blandas y terrosas, de sonidos amortiguados...   Recordaba perfectamente su olor: el aliento animal de las cuadras, el ajo sofriéndose en la cazuela, el humo de la lumbre, el rancio aroma del tocino, el acre de la paja, el dulzón de la hierba, el caliente y húmedo del estiércol...
El día comienza a clarear. Entre las rendijas de las contraventanas carcomidas asoman los  primeros rayos del sol. Ella sigue en la cama esperando que suenen las ocho campanadas del reloj de la torre de la ermita. Hoy tarda demasiado, le parece; y concluye que debe estar estropeado; seguramente el mecanismo digital del programador se averió. ¡Sí, a eso hemos llegado: el vibrante sonido de las campanas lo producen ahora modernos altavoces! Por fin se levanta. Baja con cuidado los viejos escalones de madera relamida mil veces por la fregona. El hijo mayor está ya en la cocina sentado en el extremo del bando más próximo a la lumbre que arde mortecina. Se halla recostado en el  "sillón del tío cura", un espacio acotado, con dos reposabrazos, y reservado desde hacía un siglo para el clérigo que siempre se hospedó en la casa de la familia. Uno de los brazos aún conserva un hoyo pequeño tallado en su extremo donde aquel honorable p.ersonaje cascaba las nueces, privilegio gastronómico que junto con algunos pichones tenía por autoridad y peculio. El hijo escribe en una agenda caducada hace ya dos años pero que usa para tomar notas y apuntes de sus escritos en un blog. La mujer le saluda y le cuenta el tiempo que lleva despierta. Luego, torpemente, coge las cerillas y va a encender un pequeño quemador en la desvencijada cocina de gas. Coloca un cazo requemado con un poco de leche y sale a toda  prisa a visitar el patio recorriéndolo apresuradamente y tropezando a cada paso entre la hierba a media altura cuajada de rocío. Aspira con gozo el aire de la mañana y se dirige enseguida a unas matas de flores: coloca los tallos revueltos y excava un poco la tierra en su base con una pequeña azada; luego coge la manguera del suelo y riega los brotes de lechugas y cebollas de su minúscula huerta... En tanto el cazo olvidado sobre la cocina rebosa la leche hirviendo. El hijo se levanta apresuradamente para apagar el gas: - Hemos de instalar un microondas cuanto antes-piensa-. No podemos estar quemando cazos  cada día...   

3 comentarios:

  1. Esta primera quincena de julio estuve en Ayuela de Valdavia cuidando de mis ancianos padres. De los sentimientos que me invaden cuando les acompaño nacieron estas líneas apresuradas en mi agenda. están realizadas con toda la ternura que me inspira mi madre. Es un testimonio y un homenaje. Su tiempo amarillo, reflejado en una foto de este otoño, se desvanece como los tonos de una vieja fotografía. Sin embargo siempre vuelve a su aldea, a la cuna de sus recuerdos.

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  2. Jesús, ¡que tierna historia!¡ Que bonito homenaje! Me transmite tanta ternura. Desde que conocí a tu madre, me encantó su vitalidad, dulzura y cariño que ofrece constantemente.
    Disfruta de ella todo lo posible, el paso del tiempo es inevitable, pero como en todo, la clave está en saber adaptarse a cada etapa que se vive,... ella es un gran ejemplo.
    Un fuerte abrazo para los dos.

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  3. Gracias por la parte que me toca y la que le toca a ella.
    Desde la ternura está escrito y me alegro de que ternura transmita.
    Toda la vida merece vivirse al máximo. Mi madre lo hace y, en eso, es un ejemplo para mí.

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