
Ese recuerdo infantil: sueño o realidad me viene a veces a la mente en turbios duermevela. Juraría que es cierto. Apostaría a que de pequeño jugué alguna vez a reptar por estrechos túneles que abríamos con nuestras propias manos como conejos. Inconscientes de aquellas galerías inestables, una vez más, pudimos morir atrapados por tres o cuatro toneladas de arena. No nos pasó nada y así, ante las cuevas, nos acercábamos a su misterio y ahuyentábamos los miedos.
Las primeras cuevas (túneles y pasadizos más bien) fueron las de la ribera del Arlanzón, bajo el paseo del Espolón. Aquellas galerías se nos hacían interminables mientras se consumían nuestras precarias teas de plásticos. Algunos aseguraban que concetaban en algún lugar secreto con antiguos pasajes que bajaban desde el Castillo y que servían para aprovisionarse de agua en los asedios. Esto era así en muchos castillos estudiados. Bien podría ocurrir que, pese a la lejanía de la fortaleza, se excavara un acceso secreto, hoy destruído y perdido completamente. No dejaba de ser una leyenda pero todos conocíamos una entrada hundida, casi cegada por los escombros, en el patio de armas del recinto amurallado que llamábamos "La Cueva del Moro". Algunos contaban que habían logrado introducirse en ella y que, efectivamente había galerías y pozos. Varios años después encontramos la cueva completamente obstruída por piedras y cascotes y pareció perderse en el olvido. Cuarenta años después, me enteré de que la cueva era real: existía; y además había sido rehabilitada y estudiada resultando ser un lugar sorprendente. Resulta que bajo las ruinas hay un pozo de más de 60 metros y la Cueva de Moro es una de las galerías que, en el interior de la colina, se realizaron para impedir que los zapadores de las tropas de asedio accedieran a él. Entre el conjunto de minas y contraminas, se muestran incluso las huellas de los picos y se explica al visitante las obras detenidas por el encuentro de asaltantes y sitiados donde, seguramente, se combatiría con suma ferocidad.
Años después, en torno a los 17, nos arrastrábamosmos por estrechos pasadizos en las cuevas de la trinchera del ferrocarril en Atapuerca. No voy a explicar aquí los destrozos inconscientes que pudimo provocar como típicos ejemplares del "Homo Impúberadolescentis".
Muchas cuevas, turísticas eso sí, se añadieron al catálogo de visitadas: Valporquero, El Soplao, Nerja, El Drach, Los tubos volcánicos del Jameos del Agua, las galerías de las Médulas... Pero a todas ellas, siendo maravillosas, les faltó el ingrediente de la exploración solitaria y el misterio.
No fue así en la cueva del Reguerillo a la que acudimos un grupo de maestros que realizábamos un curso de profesores de Educación Física. Bajo la tutela de uno de nosotros que la conocía la atravesamos una fría noche de diciembre. Se accede por uno de los costados de una montaña y se sale por el otro. El trayecto dura varias horas y se recorren lugares mágicos. Celebramos una cena navideña con chocolate y wisqui en el corazón de la montaña. Fue toda una experiencia que me gustaría repetir.
Años después visitamos la cueva de Montesinos. Exploramos la conocida oquedad tratando de imaginar a Don Quijote allí encerrado como nos cuenta Cervantes en uno de sus capítuos. Los días que pasamos en el albergue juvenil de las Lagunas de Ruidera, próximo a la cueva, fueron de los más bucólicos de mi vida.
Recientemente descubrí que en el pueblo vecino al de mi mujer (Palomares del Campo, en Cuenca) existía "La Cueva de la Mora Encantada", pareja perfecta de "La Cueva del Moro". Acudí a Torrejoncillo, que es el nombre de la población, buscando información. Allí me ilustraron largamente (desde la dueña de los terrenos en que se asienta, desde su tienda, a las empeladas del ayuntamiento que desplegaron gran amabilidad). El caso es que estaba aún en estudio y, los arqueólogos -que no espeleólogos- aún no habían decidido su apertura. Hay que explicar que no se trata de una cueva sino de una antigua mina romana de speculum (yeso cristalizado o espejuelo) empleado para la fabricación de las vidrieras del imperio antes de la comercialización del cristal. Su descubrimiento, un suceso que incluso mereció un capítulo en la serie televisiva "Cuarto Milenio" merece una historia aparte (todo se andará).
Aunque no sea tampoco una cueva propiamente dicha, no puedo pasar por alto, la experiencia mística, casi astral, que viví al atravesar el tunel de aproximadamente un kilómetro excavado en tierras de Toledo para dar paso a un fantasmal ferrocarril que nunca fue inaugurado y que hoy es una ruta verde extraordinaria: "La Vía Verde de La Jara". Allí un día recalé con mi vieja bicicleta en la boca del túnel. Ante mí tenía la recta negrura de un largo intestino ferroviario. No tenía linterna. El suelo estaba inundado un palmo de agua. A lo lejos, muy lejos, un puntito de luz indicaba el final. ¿Tendría que arrastrar la bici aquella distancia empapándome hasta las pantorrillas?. Decidí probar suerte pedaleando, aprovechano la luz que aún recibía a mis espaldas desde la entrada. La bici avanzaba sin problemas: no había piedras u otros obstáculos en el suelo liso. Un suave y continuo chapoteo acompañaba su lento deslizar. Continué confiado un centenar de metros. Entonces la oscuridad se hizo total. No existía derecha, ni izquierda, ni detrás; tan sólo un punto de luz al frente como una minúscula estrella en la lejanía. Yo , en medio de la negrura, seguía pedaleando extrañado de no tropezar con obstáculo alguno, de no chocarme con las paredes... Avanzaba como surcando el universo en una nave espacial en dirección a una estrella ignota que brillaba lejana. Transcurrieron varios minutos hasta que el pequeño punto de luz, poco a poco, se fue haciendo más grande. Entonces el brillo del agua que encharcaba todo el túnel empezó a ser una referencia visible y la fascinación fue dando paso al asombro: había logrado pedalear, prácticamente ciego y sin percance alguno, el millar de metros de aquella galería perdida. Aún hoy me hago cruces. Aún hoy me maravillo.
No fue así en la cueva del Reguerillo a la que acudimos un grupo de maestros que realizábamos un curso de profesores de Educación Física. Bajo la tutela de uno de nosotros que la conocía la atravesamos una fría noche de diciembre. Se accede por uno de los costados de una montaña y se sale por el otro. El trayecto dura varias horas y se recorren lugares mágicos. Celebramos una cena navideña con chocolate y wisqui en el corazón de la montaña. Fue toda una experiencia que me gustaría repetir.
Años después visitamos la cueva de Montesinos. Exploramos la conocida oquedad tratando de imaginar a Don Quijote allí encerrado como nos cuenta Cervantes en uno de sus capítuos. Los días que pasamos en el albergue juvenil de las Lagunas de Ruidera, próximo a la cueva, fueron de los más bucólicos de mi vida.
Recientemente descubrí que en el pueblo vecino al de mi mujer (Palomares del Campo, en Cuenca) existía "La Cueva de la Mora Encantada", pareja perfecta de "La Cueva del Moro". Acudí a Torrejoncillo, que es el nombre de la población, buscando información. Allí me ilustraron largamente (desde la dueña de los terrenos en que se asienta, desde su tienda, a las empeladas del ayuntamiento que desplegaron gran amabilidad). El caso es que estaba aún en estudio y, los arqueólogos -que no espeleólogos- aún no habían decidido su apertura. Hay que explicar que no se trata de una cueva sino de una antigua mina romana de speculum (yeso cristalizado o espejuelo) empleado para la fabricación de las vidrieras del imperio antes de la comercialización del cristal. Su descubrimiento, un suceso que incluso mereció un capítulo en la serie televisiva "Cuarto Milenio" merece una historia aparte (todo se andará).
Aunque no sea tampoco una cueva propiamente dicha, no puedo pasar por alto, la experiencia mística, casi astral, que viví al atravesar el tunel de aproximadamente un kilómetro excavado en tierras de Toledo para dar paso a un fantasmal ferrocarril que nunca fue inaugurado y que hoy es una ruta verde extraordinaria: "La Vía Verde de La Jara". Allí un día recalé con mi vieja bicicleta en la boca del túnel. Ante mí tenía la recta negrura de un largo intestino ferroviario. No tenía linterna. El suelo estaba inundado un palmo de agua. A lo lejos, muy lejos, un puntito de luz indicaba el final. ¿Tendría que arrastrar la bici aquella distancia empapándome hasta las pantorrillas?. Decidí probar suerte pedaleando, aprovechano la luz que aún recibía a mis espaldas desde la entrada. La bici avanzaba sin problemas: no había piedras u otros obstáculos en el suelo liso. Un suave y continuo chapoteo acompañaba su lento deslizar. Continué confiado un centenar de metros. Entonces la oscuridad se hizo total. No existía derecha, ni izquierda, ni detrás; tan sólo un punto de luz al frente como una minúscula estrella en la lejanía. Yo , en medio de la negrura, seguía pedaleando extrañado de no tropezar con obstáculo alguno, de no chocarme con las paredes... Avanzaba como surcando el universo en una nave espacial en dirección a una estrella ignota que brillaba lejana. Transcurrieron varios minutos hasta que el pequeño punto de luz, poco a poco, se fue haciendo más grande. Entonces el brillo del agua que encharcaba todo el túnel empezó a ser una referencia visible y la fascinación fue dando paso al asombro: había logrado pedalear, prácticamente ciego y sin percance alguno, el millar de metros de aquella galería perdida. Aún hoy me hago cruces. Aún hoy me maravillo.
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