Éramos jóvenes e insensatos, y también, aficionados a la fotografía. Habíamos montado un espartano laboratorio casero en la buhardilla polvorienta de mi amigo Jesús con materiales de saldo y, poco a poco, se fue introduciendo en nosotros el gusanillo del arte fotográfico. Decidimos aprender más, beber de las experiencias de fotógrafos aficionados curtidos y profesionales; así que nos inscribimos en la Agrupación Fotográfica Burgalesa. Asistimos muy interesados a algunas charlas, a varias proyecciones de artísticas diapositivas y, sobre todo, se nos posibilitó el acceso al magnífico laboratorio de que disponían en el piso que tenía alquilado la asociación en la calle Miranda. Aquella magnífica ampliadora, su secadora profesional, sus eficaces temporizadores y sus cómodos tanques de rebelado llamaron pronto nuestra atención; pues nuestro equipo era de segunda mano, casi de juguete. En cuanto tuvimos oportunidad solicitamos una tarde entera de "faena fotográfica". Pasamos allí una tarde entera en la más completa oscuridad o bajo la luz ortocromática roja inmersos en la fascinante tareas de rebelar nuestros negativos y desvelar las imágenes escondidas en las sales de plata impresionadas por la luz que se proyectaba desde el objetivo de la ampliadora. Sin darnos cuenta se nos hizo de noche. Recogimos apresuradamente y salimos. Al cerrar, con las prisas, la llave se me escurrió de las manos y fue a caer al suelo rebotando unos metros con tan mala suerte que cayó por el hueco del viejo ascensor. Se nos presentaba un enojoso problema: debíamos devolver la llave esa misma tarde; de hecho ya debíamos haberlo hecho hacía tiempo y no estábamos por pasar la vergüenza de reconocer que se nos había caído torpemente en un inaccesible lugar. Mantuvimos las luces apagadas y decidimos que yo ( por la ley de la botella, "el que la tira va a por ella") saltaría la alta barandilla enrejada del primer piso mientras mi amigo Jesús González cuidaba de que nadie utilizara el ascensor. Así que, jugándome la integridad de mi arquitectura corporal me deslicé bajo la cabina y, tanteando entre la gruesa capa de polvo del fondo, encontré al cabo de un rato aquel escurridizo objeto. Con el corazón agitado volví a encaramarme a la baranda forjada y salté al rellano. En voz baja llamé a mi amigo que esperaba en el piso de arriba, para que cesara su vigilancia.
Afortunadamente en el trascurso de aquellos palpitantes cinco minutos nadie salió de su casa, nadie llegó al portal, y a mi amigo no le asaltaron impulsos homcidas... Tampoco las meigas , "que haberlas hailas", probaron misteriosos conjuros sobre los engranajes del montacargas. Porque, cuando estás debajo de un émbolo gigantesco encajado en un estrecho pozo y miras a la mole que tienes arriba llegas a pensar, doy fe, que también a los ascensores los puede cargar el diablo.
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