Son más de 150 años soportando el peso de las tejas árabes rotas ya, cada una, en varios pedazos. Rota la formación se tienden en desorden como soldados tras una larga batalla. Acostadas todas ellas en un lecho de barro y brezo sostenido por ramas de roble carcomidas que a su vez se apoyan en troncos retorcidos vueltos oscuros por la humedad y el polvo. Medio centímetro de polvo se acumula bajo los tejados, sobre los techos de las habitaciones, en las paneras, sobre el pajarón. El piso irregular, a capricho de los viejos troncos que forman las vigas. Elevaciones y hundimientos que hacen imposible apoyar las tablas que coloca mi madre para que no se derpreda pintura y cascotes sobre la despensa...
Sólo la voluntad de mi madre y las reparaciones de urgencia, a vida o muerte, de mis padres o las mías propias la mantienen en pie. Amasando el barro con las manos, pintanto y repintando, aplicando yeso una y mil veces hasta que, por fin, se adhiere a las superficies polvorientea; cubriendo las cabezas de las vigas mondadas por la lluvia con delgadas capas de cemento, aplicando pequeños sobreretes de tejas sobre ellas... Horas y horas de afan para que siga en pie, para que cada año reciba a mis padres produciéndoles esa sensación de independencia que tanto les gusta y de la que se muestran tan orgullosos.
El patio, jardín caótico, sombreado por árboles con frutos deseables, pero esquivos, tan propensos a heladas y plagas... no hay día que no recojamos 10-12 frutos caídos. Las plantas que amorosamente cuida mi madre, nietas y biznietas de otras centenarias que vivieron allí; los retoños de la yuka que plantó el abuelo, los pequeños rosales que se cargaban de flores en mayo y junio, flores sencilla y robustas: dalias, macetas, siemprevivas, dedaleras y geranios; el emparrado, que intenta cubrir la herida abierta en el enfoscado de la tapia del vecino que cayó un verano sobre los retoños florales; el nuevo fregadero, un experimento de albañilería tan original como práctico y barato; las cuerdas para la ropa tendidas entre paredes y troncos; los dos grandes maderos, vigas maestras de los derruidos pajares, que tan bien hacen ahora oficio de bancos resistiendo la humedad impregnados en aceite usado y hundiendo sus apoyos medio desechos entre la hierba, el antiguo yugo y el arado, expuestos muchos años al combate cuerpo a cuerpo con los animales y la tierra y vencidos ahora ante los elementos que se avaten sobre ellos en la misma tapia donde se exponen...
La ámplia fachada truyada cientos de veces, remendada, repintada cada año con sus blancas capas de cal que se sujetan de forma milagrosa y caen con el más leve roce.
Las ventanas, con la madera reseca y vieja, que ajustan mal, cerradas y abiertas con cuidados geriátricos; con sus corrietes, sus gritetas, sus cristales originales de vídrio atiguo cuyas aberraciones ópticas dibujan un patio irreal. Sus persianas de tablillas marrones enrolladas mil veces con sus cuerdas desgastadas por el uso.
Las viejas puertas que hay que pasar con gesto de humildad pues sus bajos dinteles golpean las cabezas erguidas. Cerradas con trancas y rejones. Una de las habitaciones tiene llave: una vieja llave pintada de azul siempre dentro de la antigua cerradura que aún funciona. Otra, al final de la escalera, es una puerta con ventanilla a la altura de la cabeza de un niño. Era la que más nos gustaba de crios...
Los suelos de tablas pulidas por el pisar de un millón de pasos, lisas como las maderas que devuelve el mar, fregadas con legia cientos de veces, límpias por la dedicación de mi madre... Las cabezas de los clavos se elevan sobre la lisa superficie desgastada como pequeños cerros testigos en la pequeña llanura.
Los muebles: alguna valiosa antigüedad como el secreter de mi tio, las antiguas camas de forja, los viejos bau les... otros sobrantes de otras casas, que poco a poco, se reciclan allí en un último y definitivo uso. Somieres quejumbrosos, fatigados colchones, mesillas cojas, armarios que crujen, cansadas mesas de varios tipos...
La cocina, en alerta permanente por el riesgo de fugas, de quemadores que no ajustan, de fuegos que se apagan, de mala ventilación, de control de la llaves del gas... Con su banco corrido encabezado por sillón reservado para el tío cura; éste con apoyabrazos y un hueco tallado en uno de ellos como asiento para abrir las nueces; su hornacha entrañable que nosotros llamamos trébede y que aún conserva los azulejos originales troceados decenas de veces y vueltos a pegar con los materiales más insospechados (últimamente hemos llegado a utilizar silicona, cello); la alacena, aún sujeta sorprendentemente a la pared de adobe, y que sigue albergando huérfanas piezas de vajilla y todo tipo de sobrantes y deshechos de viejas colecciones. El calentador de gas, un modelo barato instalado de manera poco ortodoxa y que nos hace estar siempre atentos ante posibles olores a gas; la escasa y espartana grifería, toqueteada tantas veces, arreglada con llaves de todo a 100 que se mellan a la primera vuelta de tuerca...
El sistema eléctrico con cable pareado blanco y reseco, apenas unos pocos hilos son sus venas, recorre paredes y techos con diseño caótico. Sus empalmes son pequeños vendajes sobre diminutos muñones oxidados.a del río (poca arena y bastante lodo) de una calidad pésima...
La vigas, tan atractivas a las polillas que invaden el maderamen, repintadas con el color de la oportunidad, etudiadas quirúrgicamente para diagnosticar su aguante...
Los suelos, esos suelos de baldosas pequeñas, que reconocí en tantas casas de Tánger y que son construcciones tan similares a veces a los pueblos de la Valdavia.
La cuadra, en la parte de atrás, a apenas unos metros de la cocina y comunicada por una vieja puerta con un pequeño pasillo... A veces algún animal lograba introducirse y despertaba en plena noche a los humanos moradores con su ruidoso trasiego y los roces con las paredes... Hasta la misma cocina llegó alguna vez el burro asustando a mi madre niña. Ahora sus pesebres están repletos de tejas y azadones, de bolsas de plástico, maderos... hasta 8 bicicletas amontonadas y colgadas del techo esperan desbocarse calle abajo en las infantiles correrías del verano. Ha sido cuadra, leñera, almacén, taller, pajar... Lugar donde el desorden pugna por reinar y que obliga a muchas y horas de limpieza y recogida cada año. En alguna ocasión desenterramos entre los mis y un objetos alguno que nos ilumina la memoria. Es uno de los yacimientos preferidos en la arqueología de los recuerdos.
Sólo la voluntad de mi madre y las reparaciones de urgencia, a vida o muerte, de mis padres o las mías propias la mantienen en pie. Amasando el barro con las manos, pintanto y repintando, aplicando yeso una y mil veces hasta que, por fin, se adhiere a las superficies polvorientea; cubriendo las cabezas de las vigas mondadas por la lluvia con delgadas capas de cemento, aplicando pequeños sobreretes de tejas sobre ellas... Horas y horas de afan para que siga en pie, para que cada año reciba a mis padres produciéndoles esa sensación de independencia que tanto les gusta y de la que se muestran tan orgullosos.
El patio, jardín caótico, sombreado por árboles con frutos deseables, pero esquivos, tan propensos a heladas y plagas... no hay día que no recojamos 10-12 frutos caídos. Las plantas que amorosamente cuida mi madre, nietas y biznietas de otras centenarias que vivieron allí; los retoños de la yuka que plantó el abuelo, los pequeños rosales que se cargaban de flores en mayo y junio, flores sencilla y robustas: dalias, macetas, siemprevivas, dedaleras y geranios; el emparrado, que intenta cubrir la herida abierta en el enfoscado de la tapia del vecino que cayó un verano sobre los retoños florales; el nuevo fregadero, un experimento de albañilería tan original como práctico y barato; las cuerdas para la ropa tendidas entre paredes y troncos; los dos grandes maderos, vigas maestras de los derruidos pajares, que tan bien hacen ahora oficio de bancos resistiendo la humedad impregnados en aceite usado y hundiendo sus apoyos medio desechos entre la hierba, el antiguo yugo y el arado, expuestos muchos años al combate cuerpo a cuerpo con los animales y la tierra y vencidos ahora ante los elementos que se avaten sobre ellos en la misma tapia donde se exponen...
La ámplia fachada truyada cientos de veces, remendada, repintada cada año con sus blancas capas de cal que se sujetan de forma milagrosa y caen con el más leve roce.
Las ventanas, con la madera reseca y vieja, que ajustan mal, cerradas y abiertas con cuidados geriátricos; con sus corrietes, sus gritetas, sus cristales originales de vídrio atiguo cuyas aberraciones ópticas dibujan un patio irreal. Sus persianas de tablillas marrones enrolladas mil veces con sus cuerdas desgastadas por el uso.
Las viejas puertas que hay que pasar con gesto de humildad pues sus bajos dinteles golpean las cabezas erguidas. Cerradas con trancas y rejones. Una de las habitaciones tiene llave: una vieja llave pintada de azul siempre dentro de la antigua cerradura que aún funciona. Otra, al final de la escalera, es una puerta con ventanilla a la altura de la cabeza de un niño. Era la que más nos gustaba de crios...
Los suelos de tablas pulidas por el pisar de un millón de pasos, lisas como las maderas que devuelve el mar, fregadas con legia cientos de veces, límpias por la dedicación de mi madre... Las cabezas de los clavos se elevan sobre la lisa superficie desgastada como pequeños cerros testigos en la pequeña llanura.
Los muebles: alguna valiosa antigüedad como el secreter de mi tio, las antiguas camas de forja, los viejos bau les... otros sobrantes de otras casas, que poco a poco, se reciclan allí en un último y definitivo uso. Somieres quejumbrosos, fatigados colchones, mesillas cojas, armarios que crujen, cansadas mesas de varios tipos...
La cocina, en alerta permanente por el riesgo de fugas, de quemadores que no ajustan, de fuegos que se apagan, de mala ventilación, de control de la llaves del gas... Con su banco corrido encabezado por sillón reservado para el tío cura; éste con apoyabrazos y un hueco tallado en uno de ellos como asiento para abrir las nueces; su hornacha entrañable que nosotros llamamos trébede y que aún conserva los azulejos originales troceados decenas de veces y vueltos a pegar con los materiales más insospechados (últimamente hemos llegado a utilizar silicona, cello); la alacena, aún sujeta sorprendentemente a la pared de adobe, y que sigue albergando huérfanas piezas de vajilla y todo tipo de sobrantes y deshechos de viejas colecciones. El calentador de gas, un modelo barato instalado de manera poco ortodoxa y que nos hace estar siempre atentos ante posibles olores a gas; la escasa y espartana grifería, toqueteada tantas veces, arreglada con llaves de todo a 100 que se mellan a la primera vuelta de tuerca...
El sistema eléctrico con cable pareado blanco y reseco, apenas unos pocos hilos son sus venas, recorre paredes y techos con diseño caótico. Sus empalmes son pequeños vendajes sobre diminutos muñones oxidados.a del río (poca arena y bastante lodo) de una calidad pésima...
La vigas, tan atractivas a las polillas que invaden el maderamen, repintadas con el color de la oportunidad, etudiadas quirúrgicamente para diagnosticar su aguante...
Los suelos, esos suelos de baldosas pequeñas, que reconocí en tantas casas de Tánger y que son construcciones tan similares a veces a los pueblos de la Valdavia.
La cuadra, en la parte de atrás, a apenas unos metros de la cocina y comunicada por una vieja puerta con un pequeño pasillo... A veces algún animal lograba introducirse y despertaba en plena noche a los humanos moradores con su ruidoso trasiego y los roces con las paredes... Hasta la misma cocina llegó alguna vez el burro asustando a mi madre niña. Ahora sus pesebres están repletos de tejas y azadones, de bolsas de plástico, maderos... hasta 8 bicicletas amontonadas y colgadas del techo esperan desbocarse calle abajo en las infantiles correrías del verano. Ha sido cuadra, leñera, almacén, taller, pajar... Lugar donde el desorden pugna por reinar y que obliga a muchas y horas de limpieza y recogida cada año. En alguna ocasión desenterramos entre los mis y un objetos alguno que nos ilumina la memoria. Es uno de los yacimientos preferidos en la arqueología de los recuerdos.
Como escritas en sus paredes alberga mil experiencias infantiles. Aún recuerdo la excitación que me produjo descubrír un puñado de balas de la guerra civil, con sus viejos casquillos y sus punta de plomo. Guardadas como un tesoro acabaron enterradas en algún rincón del patio sin que la memoria recuerde el lugar. Me emocioné con el descubrimiento de una vieja moneda (quizás alguna propina perdida de mi viejo tío cuando niño). Me veo explorando los pajares, subiendo por rústicas escaleras y pisando un suelo lleno de agujeros que filtraban la luz hasta el piso de abajo. Me descubro jugándome la vida en aquellas incursiones, oculto a la vigilancia materna. Aún veo la gran superficie llena de patatas convenientemente esparcidas para que no se pudrieran... Los establos, que conocí apenas abandonados por los animales, con su corte donde entrábamos a desahogar nuestros cuerpos al modo rural de entonces donde tan pocos tenían baño; el viejo pozo de aguas cenagosas, contiguo a la casa de Porfirio y que porvocó a en mi padre una fiebres tifoideas al amontonar el vecino el estiércol en la pared contigua; el gran portalón, refugio de los carros y lugar de juegos a cubierta del sol y la lluvia, las viejas puertas grises y resecas con con grandes clavos fabricados a mano; la ventana-puerta, por donde se introducía la paja...
Escenario de muchos capítulos de nuestra vida las secuencias se suceden al volver la vista atrás:
Los arreglos del tejado eran auténticos deportes de riesgo: a la inclinación de plano del tejado se unía la inseguridad de los techos carcomidos, la fragilidad de las tejas que se parten por docenas, el inestable encaje donde cada pisada puede producir roturas, deslizamientos, hundimientos... Las paredes de adobe tampoco son muy firme apoyo y el agua implacable las va desmoronando un poco más cada año... Los aleros con un voladizo de medio metro muestras sus maderos carcomidos y perfiles desdentados... La garduña tiene cita puntual todos los años sobre la cubierta moviendo tejas, separandolas y explorando bajo ellas, entre los brezos a la búsqueda de los nidos de pájaros que allí se alojan, buscando sus huevos,... y deja un rastro de tejas alzadas, atravesadas que dejarán expuesta la gruesa capa de arcilla y brezo a las inclemencias de los cielos. Muchas veces me he encomendado a mis dioses protectores al subir por sus tejas a cuatro patas cargado con cubos de cemento y tejas de repuesto.
Las cenas y meriendas al aire libre, un lujo siempre a nuestro alcance; las lecturas a la sombra de los manzanos, el continuo bricolaje, las reparaciones sin fin, las diarias visitas, los paseos por el campo, la excursiones por los alrededores, las rutas en la cercana Montaña Palentina, las visitas a Saldaña o Guardo, las fiestas... todas son actividades inolvidables.Es casa y es historia. Además de ser la cuna de mi madre fue su herendó de mi abuela y es su más preciada propiedad. En ella murieron sus padres y abuelos. Allí crecieron todos sus hermanos. Allí se afanaron, trabajaron y estudiaron en sus pequeños cuartos. Allí pasaba lecciones de catecismo y lectura el "tio cura" que nos dejó en herencia libros muy antiguos y, curiosamente, una máquina de coser. Por ella pasó el Padre Polanco, obispo de Teruel. hoy elevado a los altares como beato y con busto en Buenavista. En su banca, en el rincón de honor al lado dela lumbre, se sentó el Marqués de la Valdavia. En la casa vecina, paró a comer Miguel Delibes en uno de sus días de caza...
Hoy apenas se sostiene. Ha fundido su existencia con la de su dueña: mi madre. Los hijos tienen la vista puesta en las nuevas construcciones. Han echado el ojo a las gangas que se presentan, a los sitios con posibles... Entre la amargura de límites en la huerta que los vecinos no se avienen a ajustar se dirimen ya en los tribunales, el escaso resuello para los más mínimos trabajos y la gente que se va muriendo alrededor la casa sigue en pie como testigo de la voluntad de su dueña: mi madre. Voluntad que se respeta y entiende. Pero, a veces Señor, jugándonos la vida.
Bonita historia. Hacía tiempo que no ponías noticias en el blog y me alegra ver que has vuelto a escribir. Veo que te centras más en la calidad que en la cantidad de entradas. Me quedo con un dato de la casa y es la entrada por la cual hay que agacharse para entrar, y para mi estatura todávía tendría que encongerme más. Un saludo.
ResponderEliminar