viernes, 10 de septiembre de 2010

EncTierros

María del Carmen López, de 48 años, murió ayer durante el encierro de reses bravas que celebrabó en Arganda del Rey. La mujer asomó la cabeza a través de los barrotes de una valla pensando que los toros ya habían pasado de largo, sin percatarse de que uno de ellos había quedado rezagado. El morlaco corrió pegado a la talanquera a toda velocidad. La mujer sufrió entonces una cornada en las cervicales y un fuerte golpe en la cabeza que resultaron mortales.
EL PAÍS.COM 10/09/2010

Intento imaginarme lo que siente un toro en nuestras fiestas. Primero encerrado en pequeños toriles tras una vida de completa libertar. Después expulsado hacia una puerta abierta apresuradamente. Recibido por una luz cegadora. Espoleado por voces y ademanes de una multitud que grita, le golpea y le provoca. Así es que sale enloquecido, embistiendo, arrollando cuanto encuentra a su paso.
Si yo fuera toro moriría mantando a todos cuantos pudiera. Si mi muerte fuera arte, la suya sería venganza y justicia.

Escribo esto todavía bajo la impresión que me produjo la muerte de una mujer espectadora de los encierros de Arganda del Rey. Trabajo en este pueblo y hoy, viernes, es fiesta. Estoy ahora en la lejana Guadalajara escribiendo en este blog. Reuno mis recuerdos e impresiones a la luz de este acontecimiento luctuoso.

En el año 83 las fiestas en Arganda, como hoy -los toros son tan sagrados o más que la propia virgen de la Soledad-, tenían alto porcentaje de estos ungulados. Los encierros concetraban el acto más popular y participativo: suponían un magrugón considerable teniendo en cuenta la farra de la noche anterior. Un sol tibio que ya calentaba a las 9. Las calles se poblaban de gente excitada que se dirigía a ocupar un buen puesto tras las talanqueras. En el centro de la calzada se reunían pequeños grupos que estudiban los balcones y alturas desde donde burlar el acoso de los astados cuando su cercanía fuera inevitable.
Normalmente las talanqueras quedaban rápidamente repletas de curiosos y valientes de pacotilla.
Cuando sonaba el chupinazo salían los toros en estampida resbalando por la rampa que los bajaba del camión donde eran transportados. En apenas unos metros, en la más leve curva, derrapaban sobre el asfalto y se derramaban a lo largo de la calle como un negro torrente arrasando la multitud.

Las mujeres gritan con una histeria consentida, casi celebrada. Reclaman atención, cuidado, se asustan, aconsejan... pero en el tono y en la forma  parecen pedir sangre. Un encierro calmo seria aburrido. Agarradas con ambas manos a los tubos de metal, apretando su cuerpo, sus senos y sus vientres contra las talanqueras.

 En mis recuerdos sigue viva aquella mañana de septiembre, tal día como hoy, en las mismas fiestas en honor de la Virgen de la Soledad que celebra de esta forma sangrienta su 200 aniversario.
Corría el año 1983. Era mi segundo año con destino en aquella localidad. Ya había contemplado el año pasado varios de los encierros. No se acostumbraban estos festejos en el norte, donde yo viví. Ni en Burgos, ni en Ayuela de Valdavia se tienen noticia de estas celebraciones (sin embargo, es curioso, que Saldaña, a apenas 15 kilómetros de mi  pueblo tiene documentada la corrida de toros más antigua que se conoce). Así pues, estaba excitado, curioso y animado a saltar al medio de la calle y retar mi valor aguantando lo más posible la llegada de los astados. Sin embargo, el miedo -o la prudencia- hicieron que, ante un toro rezagado que se arrancó de prongo hacia la multitud me diera la vuelta y corriera hacia las talanqueras más próximas. Llegué con el tiempo justo hasta ellas pero al intentar pasar al otro lado me encontré con el cuerpo firmemente amarrado de una mujer gruesa que gritaba histérica sin apartarse un milimetro.Tuve que, literalmente, empujar su orondo cuerpo para lograr un mínimo espacio donde guarecerme. El muchacho que venía tras de mí intentó entrar por el mismo espacio pero ya era imposible desplazar más allá aquella persona irritada que nos insultaba por desalojarla de su bien guardado mirador.
Con un escalofrío vi pasar fugazmente las astas del toro a escasos centímetros del pecho del joven que se había quedado indefenso aplastado contra los tubos de la valla. Apenas pasado el toro me recriminó que no le dejara hueco: ¡Pero si apenas me han dejado pasar a mí!
No vi en el rostro de la mujer espanto, ni arrepentimiento... acaso indignación por habérse arrebatado su sitio.
Miserias de la vida. Absurdo de una muerte así.

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