El sábado, durante la comida, comenta mi suegra:
- ¡Anda, que estos de viaje por ahí y este gilipollas trabajando el fin de semana!
Yo, que no oigo muy bien pero percibo nítidamente el desvalorizante epíteto:
- ¿Qué? ¿Quién es gilipollas?
Mi cuñado, riendo, me saca de dudas:
- Pues tú...
Sí, debo ser muy gilipollas.
Gilipollas por instalar el piso laminado a mi sobrina, de 25 años, que no ha pasado ni un sólo día a echar una mano, a limpiar, a recoger...
Gilipollas por editar un blog de biblioteca en mi cole donde (van ya cuatro meses) nadie ha escrito artículo alguno y ni siquiera un breve comentario.
Gilipollas por editar el periódico de mi antiguo centro sin recibir ayuda alguna, antes bien, recibir críticas y sufrir envidias.
Gilipollas por interesarme en informatizar la bilbioteca del cole recibiendo no más que desdén y comentarios desvalorizantes.
Gilipollas por cumplir con mi trabajo echando más horas de las que me corresponden, pensando en lo mejor para mis alumnos.
Gilipollas por embarcarme en proyectos arriesgados y difíciles que considero que merecen la pena aunque fracasen muchas veces.
No se me escapa el peyorativo significado del término (mi suegra lo dijo en sentido coloquial y no me ofende, aunque me guardaré esta carta para cuando la jugada se tercie en el lance de la vida). Tampoco viene al caso el significado histórico de la palabrita (tiene su origen, según se cuenta, en el Sr. Gil, un antiguo alcalde de Madrid, que acudía siempre a los eventos acompañado de sus dos hijas casaderas y poco agraciadas con la esperanza de encontrar marido: "-¡Ahí va Gil y pollas!", exclamaba la gente al verlos aparecer -"pollas! equivale a mozas, igual que "pollo" equivale a joven-).
Así que asumo y dignifico el insulto: Bienaventurados los gilipollas, porque creen en lo que hacen y no en lo que prentenden los demás.
lunes, 14 de marzo de 2011
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