miércoles, 20 de abril de 2011

A dieta.


Tengo el frigorífico empapelado de menús. Somos tres en casa. Cada uno con su dieta. La de mi mujer, en su vigésimo intento de controlar el peso, de naturhouse. Mi sobrina tiene la suya particular. La mía, consiste en no dejar que se pudran los alimentos comprados en exceso y acabar las sobras. De vez en cuando, hago algún "plato de cuchara" que produce la secreta envidia de mis familiares y más de una caída en la tentación.

Alguien se está haciendo de oro con estas obsesiones. Ganas me dan de invertir en un ordenador, un sencillo software dietético y abrir un gabinete especialista en guardar la línea. Me forraría. Porque apenas hace falta más. Cobran una pasta gansa por elaborar  unos menús, con apariencia científica, pero que no son más que variaciones más o menos aleatorias de ciertos productos (algunos no baratos, precisamente y cuando menos engorrosos de adquirir y conservar).

A ninguna de mis compañeras se le ocurre complementar la dieta con ejercicio. Así no vamos a ninguna parte. Por otro lado, desde hace años, las reuniones familiares se instrumentalizan en torno a mesas bien surtidas. No se queda para una excursión. No nos citamos para hacer un poco de deporte... Vamos modelando orondas barrigas.
Además, la cerveza nos pierde. Estamos locos por tomar unas cañitas (con aperitivo, naturalmente).

En este mundo, demencial, el consumo se impone. Se acabaron los tiempos del cocido para 12 en la economía familiar. Plato único, completo, contundente y barato. Poco a poco, nos pasamos a insípidos platillos realizados con ingredientes ligth: queso sin grasa, leche desnatada, edulcorante no calórico, hamburguesa vegetal... en fin: comida descomida. 

Reivindico mi tarro de judiones de la granja con chorizo y morcilla. Sé que me costará una escursión o dos con botas y mochila, pero así es la vida.

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