jueves, 15 de marzo de 2012

La Bula de carne

Mi madre lo cuenta con amargura. Era la década de los sesenta y, sin tener nombre de crisis, la situación económica de muchos españoles, especialmente de nuestra familia era muy crítica. Ella hacía malabarismos con aquellas preciadas pesetas. En ocasiones visitábamos una fábrica cercana de galletas y bizcochos. Era una fiesta: allí vendían a granel, en la entrada de la nave, grandes bolsas de galletas estropeadas. Por un precio muy ajustado nos poníamos morados de galletas de coco erosionadas, trozos de marías o alabeados bizcochos, algunos chamuscados, otros algo desmigajados...
Como un acto reflejo y durante toda su vida al entrar en un comercio ha buscado lo más económico. Siempre los mismos procedimientos: Recorrer los mercados, rebuscar en todas las tiendas, elegir siempre lo más barato... Exprimir el escuálido caudal que proporcionaba el trabajo de mi padre obligaba a ello. Sin embargo, nosotros éramos muy críos, necesitábamos crecer y alimentarnos lo mejor posible. La verdad es que, si miramos las viejas fotografías, estábamos má bien delgados. No es que la carne, tan cara, formara parte del menú diario; pero sí lo hacía el tocino y a veces comiamos huevos y no falta la leche que vendía el lechero en la misma puerta y que la mayor parte de las veces estaba aguada. Así que, cuando llegaba la cuaresma mi madre se dirigía a la iglesia de San Gil y entraba en la sacristía para comprar una bula papal de carne que nos permitiera comer esos productos los cuarenta días de la cuaresma y el resto de los viernes del año.

Mi madre relata una de aquellas visitas cuando yo, el mayor, no contaba más que cinco años y ella tenía que cargar con la prole (tres niños pequeños) todo el tiempo. Así que acudió a la sacristía con los tres "de rabo" para pagar con cierto pesar la correspondiente licencia. Nosotros, los hermanos, nunca hemos sido especialmente alborotadores, pero aquel día algo de guerra tuvimos que dar pues el cura soltó un exabrupto que hirió a mi madre en lo más íntimo:
- ¡Demonios de críos! ¿Es que no les enseña su madre a estarse quietos?
Mi madre, dolida y avergonzada, le replicó:
- "Toda mi vida he tenido en mi casa viviendo a un cura, a mi tío cura, y nunca me ha tratado así...! (A mi madre le habían tocado la fibra: el tío cura la quería mucho y ella siempre se mostró cariñosa y respetuosa con él)
El cura pareció sorprenderse y de una manera disimulada se disculpó. Pero mi madre, cincuenta años después, aún recuerda la afrenta.

Hoy en día ya pocos sabemos qué era aquello de la bula. Si se busca en internet uno puede encontrar información en páginas eclesiales, histórico-religiosas o de antropología rural (muchas personas del campo recuerdan estas costumbres de su juventud en los pueblos). Para los que nacieron hace menos de cincuenta años les ilustro un poco: Las bulas papales (era el Papa quién las concedía) eran permisos o dispensas de ciertas obligaciones que el común de los cristianos tenían como precepto. La bula de carne dispensaba, por el precio de una peseta de entonces, del ayuno de carne durante la cuaresma y todos los viernes del año. El catecismo del padre Astete, aún en uso, establecía que pecaban mortalmente todos aquellos que no lo cumplieran .
Había bulas heredables expedidas desde siglos atrás a ciertas familias. También había exenciones curiosas como la bula a todos los habitantes del pueblo de Meco (vecinos nuestros en Cabanillas: yo podría llegarme en bici en plena cuaresma a comer un cochinillo en alguno de sus restaurantes sin pecar mortalmente), la razón estaba en que era el pueblo más alejado de las costas españolas al estar situado en el centro mismo de la Península y, por tanto, el pescado (la alternativa protéica animal a la falta de carne) tardaba más en llegar. Existieron en tiempos los bulderos (vendedores de bulas) que muchas veces las falsificaban (hay referencias a ellos en El Lazarillo de Tormes).

Esta prohibición favoreció un magnífico descubrimiento gastronómico. Debo citarlo pues el miércoles pasado en el restaurante "El Alto" (carretera de Arganda a Chinchón) me sirvieron en el menú unos exquisitos garbanzos con bacalo, receta de cuaresma del pobre (cuando el bacalao era barato aún). No hay bien que por mal no venga.

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