lunes, 12 de marzo de 2012

La tómbola de muñecas.



Durante las fiestas de San Pedro, en Burgos, el Ferial se montaba en el Paseo de la Quinta entre los árboles gigantescos que crecían en la margen izquierda del Arlanzón.
Mis hermanos y yo lo visitábamos algunas veces, de la mano de mis padres. Eran visitas de "ver pero no tocar" pues montar en las atracciones o comprar algodón de azúcar era demasiado lujo para nuestra pobreza. Estaban contadas, y reservadas a los domingos, las entradas a las atracciones. Así que lo que hacíamos casi siempre era pasear y, a lo sumo, comprar un duro de papeletas en alguna de las tómbolas que anunciaban por sus altavoces las excelencias de sus premios. Mis hermanos y yo nos conformábamos con recoger del suelo las papeletas impresas con cartas de la baraja coleccionables con la esperanza de compeltar algún palo: ¡nos parecía que era tan fácil...! Pero siempre faltaba un siete de oros, o un cuatro de bastos que, ¡maldita la suerte!, nunca aparecían.

Una de aquellas tardes, a última hora, pasando al lado de una tómbola llena de preciosas muñecas, mi madre se permitió un pequeño exceso. Se dirigió a uno de los empleados que tenía un balde ya casi vacío de boletos ante sí y compró cuatro (uno para cada uno de nosotros). En aquel momento, frente a la tómbola, sólo estábamos nosotros. Cada uno abrió su papeleta con infantil esperanza y... ¡Premio!: A uno de mis hermanos le tocó una "despampanante" muñeca rubia, la más bonita y más grande de las estanterías. El dueño, micrófono en mano, se desgañitaba celebrándolo. Incrédulos nos acercamos a recoger nuestra admirada muñeca con ojos como platos y manos temblorosas. Mi madre, intuyendo que era nuestro día de suerte, decidió gastar otra moneda y pidió nuevas papeletas. Con ilusión redoblada desdoblamos aquellos papeles plegados y pegados como pequeños sobrecitos triangulares. De nuevo alguno de nosotros obtuvo premio: una segunda muñeca que el dueño de la tómbola se encargó de publicitar a los cuatro vientos. Excitada por la buena racha y pensando que no hay dos sin tres, mi madre volvió a apostar. Y de nuevo una muñeca de premio. Así hasta siete veces. No dábamos crédito a lo que estaba sucediendo. Llorábamos y reíamos de alegría mientras abrazábamos aquellas muñecas enormes y preciosas como si fueran nuestras primeras novias.
Llegamos a casa excitados. Corrimos a eseñárselas a los vecinos. Esperamos impacientes la llegada de papá para, todos a la vez, contarle lo ocurrido. Era todo un espectáculo. Mi madre colocó sobre la colcha de la cama de su dormitorio aquellas siete preciosidades: todas con sus vestidos de satén reluciente, sus  pelos ondulados y peinados a la prefección, su cara risueña y realista, sus ojos resplandecientes como piedras preciosas, sus párpados animados que se cerraron al ser acostadas dulcemente.

¿Cómo fue posible esa racha de suerte? ¿Hubo algún tipo de divina compensación de nuestra pobreza o fue la humana caridad de los feriantes? ¿Acaso sería una maniobra para publicitar la tómbola y atraer posibles compradores en un momento de escasa asistencia?

Sea como fuere, en un contracuento genial, me sentí como un pobre y triste enanito  que recibe el maravilloso regalo de 7 Blancanieves de la suerte.

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