viernes, 13 de abril de 2012

Sintiendo en la nuca el frío aliento de la muerte VIII: Noche en Pineda de la Sierra


 Allá por 1977, jóvenes e inconscientes, debíamos probarnos con regular frecuencia. Nuestra osadía no tenía límites y, de vez en cuando, se revestía de cierto carácter suicida. No sé muy bien cómo se nos ocurrió hacer una pequeña acampada en pleno mes de marzo en la serrana localidad de Pineda. A este pueblo, uno de los situados a más altura en la provincia de Burgos(1215m), al pié del Mencilla (1932 m) se llega tomando la carretera de Logroño hasta Ibeas, siguiendo desde ahí hasta el embalse de Urquiza y el Arlanzón desviándose 10 km después de Villasur nasa más pasar el Embalse de Urquiza hacia Pineda.
Con nuestros 18 años, sin coche y dinero, nuestro equipo era un precario saco de dormir, un delgado chubasquero y una tienda canadiense de tenues lonas de nylon. El medio de transporte el autobús rural que conectaba la capital con los pueblos de la sierra algún día entre semana.
El pueblo lo conocíamos. Lo habíamos visitado en verano alguna vez y era un lugar deliciosos. Pensamos que los días no eran tan malos, pese al invirno, y consideramos que el "milagroso saco de dormir" nos permitiría pasar una noche confortable.
Llegamos al pueblo en el autobún por la tarde. Lo recorrimo de un extremo a otro curioseando y buscando un lugar donde plantar la tienda para pasar la noche. Un extraño refugio de tejado azul en forma de larga cuña tenía un aspecto envidiable, pero éramos dos pobres diablos sin dinero: dormiríamos en el duro suelo. Rápidamente, casi sin darnos cuenta, cayó la tarde y llegó la noche. Entonces empezamos a preocuparnos, pues el frío se apoderaba de las solitarias calles empedradas de arenisca roja de Pineda. Con cierta urgencia buscamos un lugar, prado o similar para levantar nuestra canadiense. Mirábamos con calculado interés las venanas de los pajares (algunas podrían ser accesibles) por si fuera necesario un refugio de emergencia pues la noche se adivinaba fría. Finalmente, con la noche encima y el relente apoderandose del caserío levantamos las lonas. Aún comimos una latilla con la barra de pan que habíamos comprado en el pueblo. Nuestra tienda nos parecía una risible defensa contra el frío húmedo que se avecinaba, pero extendimos algunos plásticos, nos pusimos toda la ropa que llevábamos, y nos introdujimos en el saco. Aprovechamos las mochilas vacías para meter el extremo de nuestro saco de dormir con los pies en ellas y nos dispusimos, tiritanto, a pasar la noche. Ninguno de los dos dormía más que a ratos. Apenas hablábamos. Cada uno rebullía en su nicho helado, la espalda contra el suelo, rodeados de la escarcha formándose en la noche. Rumiábamos maldiciendo nuestro atrevimiento y avergonzados por dar mostrar en el pueblo  nuestra inconsciencia. No nos movimos de la tienda, tan ateridos estábamos. Apenas dormíamos entre tiritera y tiritera. Los riñones, menos sensibles a la dureza del suelo que al frio, nos dolían. Cambiábamos de postura para que no se congelaran. Por momentos pensamos dejar abandonada la tienda y dirigirnos al hermosos claustro de la iglesia con sus arcos abiertos al exterior, pero pensamos que las rojas piedras areniscas estarían también heladas. Sólo pensábamos en que llegara el amanecer cuanto antes.
Pasaron lenamente las horas. Llegó la madrugada. Con las primeras luces del día, no esperamos mucho para levantarnos. Caricontentos recogimos nuestras pertenencias y agitamos nuestros miembros para desentumecerlos. Recuperamos una media sonrisa. Incluso nos hicimos fotos. Luego decidimos volver a Burgos lo antes posible. El general Invierno acababa de ganar la  batalla de la voluntad juvenil. Nuestra "acampada" había durado una maldita noche.  El problema era que no había autobuses hasta el día siguiente. El aliento se condensaba en el aire. Pronto empezaría a nevar. Nos dirigimos al bar Casa de la Villa en el centro del pueblo y allí tomamos un café conleche caliente. Mi amigo Jesús González empezó a sentirse mal. No tenía muy buen aspecto desde que lo vi, de madrugada, pero ahora se quejaba y exigía volver con urgencia. Quería ir a un hospital. Pedimos ayuda, preguntamos a los paisanos que empezaban el día con la rutina del orujo temprano en el local y, uno de ellos, tras dudar unos instante de dudas accedió a llevarnos compadecido de nuestro aspecto. En el viaje, las quejas, incluso los delirios de Jesús se agrabaron. Por un momento pensamos que se moría. Él no paraba de insistir en que se sentía fatal. El conductor le miraba nervioso y yo no sabía qué hacer. Tanto nos urgía y suplicaba Jesús que incluso pensamos parar en algún pueblo y preguntar por el médico.  Por fin llegamos a Burgos. Pensamos dirigiernos inmediatamente al hospital pero Jesús pareció aliviarse un tanto e insistió entonces en que le llevaramos a su casa. El asustado conductor nos acercó hasta la casa de mi amigo, en la calle Romanceros. Su madre, gran mujer, se hizo cargo de él. Una taza de leche caliente y a la cama. Al final no fue nada grave. Sólo un ataque combinado de frío y de de pánico aderezado con pensamientos fúnebres.
Y sentimos aliviados que la nuca se distendía, que el frío que nos agarrotaba cedía en casa, al calor de la estufa, con la cama caliente y blanda... y nos dormimos mientras nuestas madres nos miraban preocupadas, con pena y resignación: ¡Este hijo mío...!

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