lunes, 24 de diciembre de 2012

El viejo Nicolás

"


Poco antes de su largo viaje en la Navidad de 2013 Papá Noel reflexiona sobre la transformación que, por unas cosas o por otras, ha ocurrido en su persona. Está preparando sus memorias, una debilidad que delataba que se siente un poco mayor, un tanto cansado...

Había nacido hacía más de 1600 años en la ciudad de Pátara, en una región de Anatolia conocida como Lycia que quiere decir Tierra de Lobos. Sus padres le pusieron Nicolás, pero son ya muy pocos los que le conocen por ese nombre. Muy lejos en el tiempo, el viejo Nicolás recuerda a sus queridos padres, ricos comerciantes que le colmaban de atenciones, y a su tío obispo Nicolás del que heredó el nombre. Con pocos años todavía la peste asoló el país y sus padres murieron dejandole huérfano. Aún está viva en su memoria la pena de aquellos días y su decisión de aliviar su dolor ayudando a los más necesitados. Al alcanzar la mayoría de edad, repartió su rica herencia entre los más débiles de la sociedad y los niños por los que siempre sintió predilección. Lo hacía humildemente, de incógnito; pero -recuerda con resignación- en una ocasión fue descubierto y esto ocasionó que, a partir de entonces, le fuera encomendada hasta la eternidad la misión que año tras año lleva a cabo en todos los países de raíces cristianas en el mundo: llevar a los niños los regalos de Navidad.

Todo empezó aquel día en que llegó a sus oídos los apuros de un pobre y anciano padre que no  podía reunir el dinero de la dote para el casamiento de sus tres jóvenes hijas. Nicolás se conmovió al imaginar la vida que les aguardaba: solteronas y avergonzadas de por vida. Compadecido, decidió introducirse una noche en su casa con una bolsa de monedas de oro que dejó en los calcetines de la hermana mayor. Reconfortado con la manifiesta alegría de la joven continuó sus incursiones dos noches más dejando dejando en cada ocasión una preciada bolsa en los calcetines de las otras hermanas y que estas ponían a secar sobre la chimenea de la casa. Recuerda vívidamente cómo fue descubierto por el anciano padre que, pese a sus súplicas, lo pregonó por toda Pátara. Su destino había quedado escrito en ese mismo instante.

De su vida a partir de entonces, pocos se acuerdan. Aún guarda en su ropero el traje de obispo que conserva desde que le problamaron como tal a los 19 años. Aunque su talla no le vale: por entonces era alto y delgado y no como ahora regordete y más bien bajito. También su cara se ha transformado y el gesto enérgico y serio de los iconos orientales donde le retrataron ha dado paso a la expresión risueña de un amable anciano con sobrepeso.  Suspira al pensar que su vida por entonces estaba repleta de acción y frenesí: milagros, conversiones, resucitanciones, cruzadas contra los herejes, presidios (sonríe al recordar aquella vez que quemaron su preciada barba en la carcel por orden del emperador Licino)... Pero sus recuerdos más dulces se refieren a sus viajes en burro llevando regalos a los niños de su diócesis. Sabe que murió hace tiempo, el 6 de diciembre del año 345, y sabe también que su cuerpo fue trasladado tras la conquista musulmana a la ciudad italiana de Bari donde se le venera desde entonces. Pero ahora se ha trasmutado en un ser especial, una especie de ángel atípico tan apegado  a las costumbres terrenales que no duda en brindar con coca-cola.

El caso es que, tras aquellos regalos a las jóvenes en Pátara  todo el mundo aprovechó la ocasión para resucitar una costumbre ancestral en muchos pueblos (romanos, babilónicos...) a lo largo de la historia: celebrar el solsticio de invierno con fiestas y regalos a los niños. Irónico destino el suyo, que luchó con determinación por erradicar los cultos paganos en su época, ordenando demoler el conocido templo de Artemisa en Myra. A partir de ahora, su historia era la escusa perfecta  para continuar una costumbre pagana revestida de motivo religioso: San Nicolás de Bari traería regalos a los niños cada Navidad.

Durante cientos de estuvo desempeñando su dulce y generoso trabajo en Europa (América aún no se había descubierto) y acomodó su actuación a las diferentes maneras que le solicitaron en cada  país. En general, repartía los regalos en la noche del 5 al 6 (el día de Reyes en algunos países como España), pero las disputas religiosas durante la Reforma hicieron que los protestantes alemanes reclamaran que fuera el propio Niño Jesús (Christking) quién repartiera personalmente los regalos. El pobre San Nicolás sufría por la disputa religiosa en que se vio envuelta la Cristiandad.  No le importó que fuera el mismísimo Dios Niño quién repartiera los regalos que se afanaba en acumular a lo largo del año: ¿Quién era él para hacerle sombra? Pero la tradición de muchos países seguía invocándole en cada Navidad. Lo que sí tuvo que modificar fue la fecha de las entregas: para homenajear al niño Jesús se trasladó la fecha al 25 de diciembre, día de su nacimiento.

Con el paso de los siglos y la influencia protestante, San Nicolás comenzó a esfumarse de la mente de los niños de todo el mundo. Sólo en Holanda aún se le recordaba con su atuendo de obispo, montado en un burro y llevando un saco con regalos para los niños buenos y un cesto de varas para los desobedientes (esto le desagradaba profundamente, no iba con su estilo; pero los padres debían encontrar una escusa perfecta para castigar las  pequeñas travesuras de sus pequeños). Más tarde las varas se sutituyeron por un pasaje en el barco donde él debía llegar (El Espanje, o España) que llevaría a los niños malos a aquel país (el castigo debía ser terrible pues Holanda estaba en guerra con España y los españoles tenían fama de sanguinarios, una especie de "Coco" con que se asustaba a los niños holandeses). San Nicolás llegó a tener un serio conflicto con los Reyes Magos, patronos de la Navidad en aquel país.

Su primer viaje trasatlántico ocurrió allá por 1624, cuando los emigrantes holandeses que fundaron la ciudad de Nueva Amsterdan (más tarde rebautizada por los ingleses como Nueva York) le llevaron  con ellos. Éstos le llamaban  (Sinterklaas). Con ese nombre, "Santas Claus", se extendió su fama por toda Norteamérica y tuvo que duplicar la producción de regalos.

Con el paso del tiempo, su historia se contó tantas veces, por tanta gente y de manera tan diferente que él mismo acabó por no reconocerse. En 1809, el escritor Wasingthon Irwing, escribió su Historia de Nueva York y describió su llegada a la ciudad. Su relato se hizo tan famoso que ya definitivamente, incluso los propios ingleses popularizaron su imagen sin sus estimadas ropas de obispo ni el querido caballo blanco volador que estuvo usando durante cientos de años. Unos años después apareció aquel  profesor de estudios bíblicos de Nueva York, Clemen C.Moore, que editó un poema trufado de pagana magia y leyendas laponas que le hicieron cambiar de look: tuvo que envejecer, modelar un cuerpo rechoncho y bajito (¡Por Dios, su santidad transmutado en gnomo! ¡Él, que fue de las  personas más altas de Pátara!). Además hubo de trasladarse a vivir a Laponia y domesticar unos cuantos renos para tirar del trineo de los regalos. Por añadidura le cambiaron la fecha de las entregas  y situaron su llegada la víspera de Navidad. Tuvo que realizar una dieta de engordamiento  para no defraudar a los pequeños. La puntilla definitiva de su desnaturalizado aspecto llegó al publicarse su nueva imagen en la revista Harper's Weeklya. Las ilustraciones de aquel  caricaturista político (¡Válgame Dios!) llamado Thomas Nastan le retrataron a partir de entonces gordo y le obligaron a trasladar toda su logística al Polo Norte.

De esta guisa vestido y con su nuevo y desmejorado aspecto realizó, avergaonzado, la vuelta a su continente natal. En los dos últimos siglos su nueva imagen regresó transformada a Europa llegando a Gran Bretaña y de ahí Francia, España y, en otro viaje trasatlántico más, a hispanoamérica. Puesto que los ingleses le llamaron Padre Navidad (Father Christmas) y los franceses Pére Noel, en España se le bautizó definitivamente como Papá Noel.

La guinda de la degradación de su imagen se la impuso la empresa Coca-cola. En aquella desgraciada campaña publicitaria de 1930, le dibujaron en un cartel anunciador escuchando peticiones de los niños en un centro comercial. El maldito sueco  Habdon Sundblom continuó diseñándole durante las sucesivas navidades hasta 1966 forzándole a aparecer asociado a la famosa marca de bebidas (¡Y sin cobrar, que al menos sus derechos de imagen podrían engrosar el saco de los regalos!). Desde entonces se obliga a maquillarse cada año, ante el espejo, con la imágen definitva del grueso y bonachón anciano de ojos picaros y amables, vestido de color rojo con ribetes blancos: los colores oficiales de Coca-cola.

El viejo Nicolás se siente cansado. Desterrado al Polo Norte, ya sólo es reclamado para conducir el Reno-Exprés del centro comercial. Ya no regala, sólo realiza entregas encargos de papás y mamás que dilapidan partes sustanciosas de sus sueldos en costosos regalos de efímera ilusión.  Hace tiempo que no regala dotes a desesperadas jóvenes casaderas, ni los niños se sorprenden ante la llegada de su burrito cargado de regalos inesperados...  los encargan por catálogo en el Corte Inglés. Quizás, piensa, mi tiempo se acaba. Pasea su trineo constelado de leds luminosos por las calles desiertas contemplando con tristeza los rojos muñecos, pobres títeres de sí mismo, colgados (casi ahorcados) bajo las ventanas. En el frío de la noche intenta su peculiar risa bonachona: Jo, jo, jo... que termina ahogada en un convulso ataque de tos.
- ¡Vaya, ya me he vuelto a resfriar!

No hay comentarios:

Publicar un comentario