Son tres y siempre los mismos. Cuando llega un recreo lluvioso o surge un momento libre, de esos en que su profesora les dice: -¿Habéis acabado ya?, pues coged un libro y poneros a leer-, se dirigen contentos a las estantería y cogen el diccionario. Excitados, se sientan juntos en la mesa de uno de ellos y empiezan a hojearlo con atención. Al poco empieza las risotadas. Se miran entre ellos excitados y cómplices. Se parten de la risa y siguen buscando. Cuando realizan algún descubrimiento espectacular se dirigen corriendo a la mesa de la señorita y le dicen: - ¡Seño, está la palabra "caca"!- y la miran expectantes esperando ver su rostro escandalizado. La seño, impasible, les dice: - ¡Claro, "caca" es una palabra y el diccionario trae las palabras; esas y muchas más: todas!- Espoleados por la respuesta vuelven corriendo al pupitre. Al poco descubren "pedo" (más risas), luego realizan búsquedas más audaces: "puta", después "cabrón" y vuelven a desternillarse al leer su significado... Como si hubieran encontrado un libro prohibido corren a enseñárselo a la profesora: - ¡Seño: que pone "cabrón"!-
La maestra, que lleva tiempo observándolos, les repite con naturalidad: - "También es una palabra, así que también tiene que estar en el diccionario"...
¡Qué deliciosa situación! ¡Qué infantil homenaje al humilde y denostado diccionario, que hallado como un tesoro en la casualidad de un momento de ocio deviene en un libro excitante e iniciático en sus mentes infantiles. ¡Y qué premio a su curiosidad! Esos niños aprenderán para siempre a descubrir las más preciosas gemas enterradas en los estratos, aparentemente anodinos, de los diccionarios.
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