Tres horas después recibí la llamada de la madre de X (cosa extraña pues no usa nunca el móvil de prepago siempre "muerto" por falta de saldo). Tras un escueto saludo inicial, con ese lenguaje tan directo (y tan cargado de ojivas explosivas) me echó una bronca descomunal; en principio por mi falta de colaboración, después por haber creado expectativas en su hijo y, por último, por mi estupidez.
Evidentemente ella esperaba de mí que contara las mil maravillas que podría X hacer con esa tablet tan maravillosa. Daba por supuesto, acaso con razón, que debería haber vendido la moto con entusiasmo. Luego prosiguió echándome en cara que había hablado de sus posibilidades delante de X, con lo que X ahora se sentiría muy desilusionado si no la conseguía o no lograba hacerse con su manejo. Yo me defendía como podía de esa doble sensación de culpabilidad: Que si profesionalmente debía decir la verdad; que, delante de X, no pretendía crear ninguna expectativa, tan solo explicar posibilidades... La tercera andanada tenía que ver con mi estúpida ingenuidad: en un tono pedagógico, casi maternal, me dio una clase magistral sobre la psicología de la culpa y las diferentes almohadas en que duermen las conciencias intranquilas: "Jesús les sobra el dinero, les sale por las orejas". Hay que decirles lo buena que será la tablet, tiempo habrá para devolverla si no funciona la cosa. ¿Y qué hacer luego con ella si no la puede usar? ¡No hay ningún problema, no será dinero malgastado!, Yo les doy una lista larguísima de gente que la necesita! Nosotros necesitamos intentarlo todo. X ha estado al borde de la muerte muchas veces y ahí está con sus 19 años. Nadie apostaba por su supervivencia y lo ha conseguido. X necesita intentar sacar partido de la tablet y ellos necesitan su trocito de cielo.
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