lunes, 23 de diciembre de 2013

Un trabajo en Laponia


En aquel país había escapado el futuro. Ser joven era como esconder una rosa en una caja, enjaular un pájaro o encender una vela en una habitación solitaria. Decidió marchar.

Eligió emigrar a Laponia por despecho. Estaba harto de buscar trabajo en España y de enviar currículos que acababan olvidados en cualquier cajón. Había leído en la prensa del país las declaraciones de un famoso comerciante, un tal J. L. Feito, proponiendo Laponia como destino donde la demanda y oferta laboral es ideal. Feito describía Laponia como "un sitio muy bonito con trabajos intensos de temporada muy bien remunerados". También se contaban maravillas de los países nórdicos: viajeros pioneros en Escandinavia narraban la idílica vida de allí y animaban a emprender el viaje hacia el Norte. No se detuvo a considerar su nula cualificación, sus dificultades con el idioma que no conocía, ni siquiera la fría estación en que pensaba viajar; simplemente preparó su maleta, sacó del banco sus pequeños ahorros fruto de todo un verano trabajando de camarero y partió un 1 de noviembre en avión hacia Oslo vía Alemania. Sus primeros 74, 37 euros se los llevó Air Berlín.

Cuando desembarcó no podía imaginar que aterrizaba en la ciudad más cara del mundo. Preguntó por un modesto hotel, o una humilde pensión, y quedó escandalizado por los precios. Esa noche durmió en la Sentralstasjon, sobre el duro contrachapado de los asientos de la estación de tren.

Se había propuesto llegar a la ciudad de Tromsø , la segunda ciudad más importante de Laponia con 66.000 habitantes tras la Múrmansk rusa. Durante casi una semana ascendió hacia el Círculo Polar montado en los asientos de los autobuses de línea que recorren la E-5 en un larguísimo viaje cuyas etapas realizaba de noche para ahorrarse los hoteles. Cuando llegó a Mo ì Rana, a las puertas del Ártico estaba agotado. Cercano el solsticio de invierno los días, con un sol rasante y neblinoso, se hacían cada vez más cortos. Cuando atravesó el paralelo 66º 33' 45 '' N la oscuridad se hizo completa las 24 horas. El paisaje noruego, los magníficos fiordos que a veces entreveía por la ventanilla del autobús, ahora se percibían entre sombras. La última etapa la realizó enfebrecido, casi embotado por el vaho del autobús y las sombras que invadían el paisaje tras la ventanilla.


Al llegar a Tromsø se permitió una noche en un albergue. Era la opción más barata y estaba realmente agotado. Después de dormir 16 horas, decidió explorar la ciudad en busca de trabajo. Tromsø era una ciudad bulliciosa, llena de pubs y cervecerías. Alguien con dinero lo hubiera pasado bien. Pero era invierno, el termómetro marcaba 4º grados bajo cero. La luna brillaba todo el día sobre la ciudad y, durante dos horas se gozaba de un corto atardecer, pero el resto del tiempo el cielo ofrecía una noche azul que bañaba las montañas nevadas que coronan la isla en que está asentada y conducían el espíritu a la melancolía y la depresión. Él venía a trabajar y no era tan fácil trabajar en Tromsø.


El intento de emplearse en la industria pesquera, descartado el oficio de pescador del que no tenía ni idea, fracasó: en la industria conservera del bacalao apenas consiguió un empleo de un par de semanas en una planta de salazón. Intentó trabajar con los nativos seminómadas saami que conducen inmensos rebaños y emplean ocasionalmente a trabajadores para el trabajo de las pieles, pero no estaba preparado para la vida dura y nómada y le despidieron amablemente. La industria cervecera tenía un personal completo y experimentado así que, un mes después de su partida seguía tan pobre como al principio.


Se aproximaba la Navidad. Sólo y desesperado, decidió cruzar la frontera y probar fortuna en Finlandia. Había oído hablar de Rovaniemi, la región en la que; según cuenta la tradición, está la casa de Papá Noel. El día 10 de diciembre llegó a Santa Claus Village, sin dinero y casi sin esperanza. Tenía anotada en su agenda la dirección de correos: "Papá Noel, Oficina de Correo de Papá Noel, FI-96930 Circulo Polar Ártico". Allí se presentó. Se acercó al buzón rojo donde alegres niños vestidos de diminutos papá noel ejercen de elfos y recogen el correo que luego envían con gran sigilo al refugio secreto de Papá Noel, en el escondido valle de Cerro Lorvatunturi cuyo emplazamiento nadie conoce.


Nuestro desesperado amigo escribió una postal. Era una postal triste y desesperada en la que pedía al bondadoso anciano, protector de la Navidad, un trabajo. La depositó silencioso en el rojo buzón y se sentándose en uno de los bancos de la entrada se quedó dormido. Pasadas una horas alguien le despertó. El empleado del establecimiento le estaba hablando en finlandés. Ante la expresión de aquel joven vagabundo probó el sueco. Nuestro amigo apenas musitó unas palabras: "No comprendo...". Sorprendido el empleado probó a hablarle en un trabajoso castellano, pero sus palabras sonaron tan familiares en sus oídos que a punto estuvo de abrazarle: -¿Qué le ocurre? Es hora de cerrar. Como pudo le puso al día de su estado de necesidad. El empleado le miró con lástima.

Esa noche durmió en su casa. Una cómoda y acogedora casa finlandesa que contaba incluso con su propia sauna. Su anfitrión le prometió que, al día siguiente, intentaría encontrarle un trabajo en la empresa en que trabajaba.

Su inesperado protector volvió al día siguiente muy contento. Le había conseguido un trabajo en una nave de almacenaje en las instalaciones secretas de Papá Noel en Lovatunturi. El joven viajero exclamó asombrado: -¿Pero realmente existe Papá Noel?. Su bienhechor finlandés se limitó a sonreir. 


Como en un cuento de hadas le condujeron allí en un trineo tirado por renos (no se permitía construir una carretera que delatara la ubicación del recinto), incluso tuvo que colocarse unos blancos antifaces para no percibir ningún detalle del camino que delatara su ubicación. Cuando llegaron al fondo del valle, en la fría noche ártica, le quitaron el antifaz: Grandes almacenes se alineaban en el fondo nevado; enormes y cubiertos completamente de nieve. Nuestro viajero fue presentado a diversos encargados. La primera nave estaba repleta de palés con cajas de cartón cuidadosamente apiladas. Llegados de Corea y Japón, procedentes de EEUU y Taiwan; millones de videoconsolas y juguetes electrónicos se alineaban, cuidadosamente embalados, hasta la estructura armada de vigas metálicas de los techos. Una temperatura tibia mantenía los caros dispositivos en perfecto estado de conservación. Pasaron después a otra nave. Cajas poliédricas de todas formas y tamaños, contenían preciosas muñecas, hermosos vestidos y disfraces, magníficas bicicletas, coches eléctricos, juegos de construcciones, rompecabezas... Un pequeño caos multicolor, con formas diversas y brillantes envoltorios. Aquí la temperatura era más fría, pero el recinto estaba protegido con gruesos vidrios en los ventanales. Los operarios trabajaban afanosamente embutidos en sus gruesas cazadoras rojas. En la última nave les recibió un viejo refunfuñando:
- A mí, siempre me traen el más ignorante, el más inútil... Se dio media vuelta y entró en el oscuro almacén haciéndole señas para que le siguiera. Ni siquiera se molestó en cerrar la puerta. En el interior apenas habían luz. Unas viejas lámparas colgadas de las vigas herrumbrosas del techo desparramaban una luz amarillenta en el enorme recinto. Grandes ventanales en lo alto, casi rozando el techo, se abrían a la luz azulada de la noche polar. Muchos tenían rotos los cristales y los carámbanos de hielo formaban gruesas estalactitas de cristal como brillantes rejas tras las ventanas. El frío era intenso. Descuidadamente amontonados por doquier, en abigarrados montones, miles de cajas de cartón económico estampados con tintas baratas se extendían hasta el techo: cajones abarrotados de baratijas, grandes bolsas de balones de plástico, miríadas de indios de plástico sacados de su molde tan apresuradamente que nacieron deformes, muñecos inexpresivos o presos de muecas exageradas, canicas de vidrio reciclado, libros de saldo... En un rincón, una gran colina de carbón dulce junto a una pala y un paquete grande de sacos de rafia.

El encargado le dio una linterna y, mirándole con un resentimiento incomprensible, le dijo:
- Vigila la nave. Nadie la va a robar, no te preocupes; los juguetes que tenemos aquí no valen nada... pero como te duermas en la guardia, a fe mía que me encargaré de que te despidan... sucio inmigrante.

El joven, desconcertado, se quedó de pie con la linterna en la mano, mientras el viejo apagaba la luz y salía cerrando la puerta de golpe.
- Hay que ahorrar. - dijo desde el otro lado. Y se alejó con un pesado caminar haciendo crujir la nieve bajo sus pasos.

Nuestro joven tiritaba de miedo y de frío. La noche era tan gélida que se acabaría congelando. Ráfagas de viento cargadas de copos brillantes se colaban por los ventanales. Decidió abrir una de las cajas de disfraces de rasete "made in china". Era un disfraz de Papá Noel desaliñado y tosco pero le abrigaría. Así vestido, se paseó por toda la nave, contemplando las pilas de juguetes barfatos de este inmenso almacén: - Parece el almacén de todos "los chinos" del mundo. - pensó. Después se acurrucó en un rincón arropándose con un amorfo montón de muñecos de felpa. Pasaron las horas. No se atrevía a encender la linterna, se sentía más seguro en medio de la penumbra dulcificada por la peremne luna polar. Por un instante se durmió. De pronto se despertó inquieto embargado por una sensación inexplicable. Cuando abrió los ojos no dio crédido a lo que veía. Una luz fosforescente penetraba a través de los barrotes de hielo de los ventanales. La luz flotaba en el aire envolviendo las montañas de juguetes, acariciando con su brillo los tristes juguetes de saldo: los peluches sonrieron,  los balones tensaron su piel y se hincharon orgullosos, la oscura bisutería deslumbraba con reflejos diamantinos, los toscos disfraces se estiraron vanidosos en sus perchas llenos de ribetes y ornamentos dorados, las canicas de cristal absorbieron aquellas ondas de luz y rodaron hermosas repartiendo destellos por el suelo...

Asombrado, vio su traje engalanarse y teñirse de un rojo más vivo, de un blanco de armiño. Su barba parecía tan real que la mesó con extrañeza y fascinación. En el centro de la nave recibía un baño de luz cálida y embriagadora. Y supo que los niños que recibirían aquellos regalos estarían alegres. Y serían felices;  mucho más afortunados que aquellos cuyos juguetes aguardaban en las otras naves. Sus juguetes serían mágicos. Una sonrisa cruzó el rostro del joven emigrante. Afuera brillaba la aurora boreal.

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