Ya en tiempos me sentí culpable. Había matado a un mendigo. Bien es verdad que era un sórdido personaje. Cierto era que se acercó a la litera en la que dormía con intenciones perversas. Pero yo le había matado. Le golpeé con una piedra y enterré su cadáver en un descampado. Me sentí culpable pese a que sólo fue un sueño. De vez en cuando me asaltaban sombríos pensamientos y se proyectaban en mi mente las imágenes de aquella onírica historia. Me doy cuenta, preocupado, de que parecen demasiado reales. Y me siento culpable.
Anda mi amigo preocupado con este pecadillo iniciático. Me confía apesadumbrado que ha perdido su virginidad. Levanto la ceja y aguzo el oído. El tema es interesante. La confidencia tiene morbo. Titulo que me mete, con pelos y señales de este: su primer pecadillo.
Él me aclara que lo que ha perdido es su virginidad moral. Su integridad ética es la que ha sufrido daño. su primer impacto en la línea de flotación de la moral inmaculada.
La cosa ocurrió así.
Había acabado enmorándose de su móvil, un N-95, regalo de cumpleaños de su mujer. En su día le parecía un lujo inútil. Los móviles -pensaba- son para llamar por teléfono. Acabó explorando el pequeño artilugio y conoció las múltiples aplicaciones de las que estaba poblado. Empezó a sacarle partido a su gps, sú cámara de vídeo siempre disponible para fijar en el tiempo imágenes volátiles, como consola de videojuegos, fotos, aparato de música, grabación de voz...
Todo ello se perdió en una de las salidas-entradas a su coche. Aquel móvil se deslizó de un bolsillo en alguna calle al borde de alguna acera al pie de cualquier casa de las familias a las que visitaba por trabajo. No sabía bien cómo ocurrió. sólo puede conjeturár que fue así.
Mi amigo tiene un seguro (70 euros al año) y otro de coche. ¡Tanta seguridad inútil pues las cláusulas, en letra pequeñísima, invalidan la reparación a menos que éste hubiera sido arrebatado a porrazos o arrancado con alicates de la mano... y eso, certíficado médico mediante...
Así que empujado por las insistentes demandas de su mujer decidió denunciar un robo imaginado.
Al día siguiente, acabado su recorrido visitador diario, acudió al cuartelillo de la guardia civil de la localidad y solicitó denunciar el robo de un móvil. Había meditado un buen rato tratando de anticipar la entrevista (en dos ocasiones ya había interpuesto sendas denuncias: el robo de su bicicleta infantil a la edad de 10 años y un clavo intencionado en las ruedas del coche que le hizo derrapar en una curva con peligro de su vida).
la versión presentada tenía que simular un robo con el móvil no visible en el coche y con fuerza. Finalmente decidió que el móvil estaría en la cazadora en el interior de uno de los bolsillos. La cartera la habría sacaso en el bolso de mano que se cuidaría de llevar al curtelillo para que se apreciara su uso habitual. El coche habría quedado cerrado y la cerradura de la puerta delantera derecha habría sido forzada para acceder a la cazadora a la que registrarías y de la que sustrajeron el teléfono.
Conocía los trámites. La entrevista consistiría en relatar ante un número de la guardia civil sentado en una mesa los detalles del robo mientras el uniformado tecleaba parsimoniosamente en la máquina de escribir los términos del protocolo.
En realidad se encontró con un número más atractivo de lo esperado. Jóven y femenina atendió profesionalmente al denunciante: -¿Ha habido daño? -preguntó.
- Sí , la cerradura de la puerta derecha ha sido forzada.
- Tengo que verla. -añadió.
Mi amigo, apurado pues la cerradura estaba intacta, intentó una evasiva: - Ahora mismo no puede. Tengo el coche en el otro extremos del pueblo. Puedo ir a por él ahora mismo.
- Tengo que verlo. -(Me temí que quisiera acompañarme en un coche patrulla. En realidad tenía el coche aparcado unos metros más allá en la calle del cuartel.
- Lo puedo traer en veinte minutos. Mientras completa el papeleo de la denuncia.
La agente completó la denuncia en ese momento. Imprimió cuatro copias y, tras firmarlas, me entregó una de ellas. Luego me pidió que acercara el coche lo antes posible.
Salí raudo por la puerta del cuartel. Tomé dirección contraria para, nada más doblar la próxima esquina, volver por la calle paralela en dirección a donde aparqué el coche.
Monté apresuradamente en él y me dirigí a un descampado próximo donde, rebuscando cerca de unos cubetos de basura, encontré "las herramientas" necesarias para simular la forzadura. Me hize con un pedazo de alambre y un trozo de sierra de metales y añadí un grueso destornillados de mi caja de herramientas. Con gran dolor de su corazón ralló, penetró, forzó y deformó el bombín lo necesario, pero lo justo, para que la puerta se no funcinara y, al mismo tiempo, no me inutilizara todos los cierres (tenía que volver en cinco minutos). La cerradura tenía un aspecto de forzamiento muy profesional. Arrojó lejos los útiles de revenar cerraduras y volvió a toda velocidad al cuartelillo sin olvidar tomar las calles adecuadas para una vuelta desde la otra punta de la ciudad.
Entró apresurado en busca de "la número" del cuerpo ya conocida que salió al instante a inspeccionarlo. Se acercó a la cerradura y certificó que había sido efectivamente forzada. Quisse demostrarle que el mando a distancia aún funcionaba, pero ¡Horror! en ese momento no lo hacía. La agente me tranquilizó. Era a causa del inhibidor de frecuencias con que contaba el cuartelillo. Con la llave en la cerradura (en la buena) logré abrirla sin problemas.
Me despedí dándole las gracias (¿por qué, podría haberse preguntado).
Días después, con la denuncia cursada, me tocó bregar con la casa de seguros. Pasaron más de tres meses hasta que, después de una velada amenaza, conseguimos que nos reintegraran el valor del móvil, pero esa es ya otra historia.
Esta obra de Jesús Marcial Grande Gutiérrez está bajo una
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