miércoles, 21 de marzo de 2012

Pasteles al amanecer


En el diario madrugar Luis, el segundo hermano, se levantaba el primero. Con los ojos legañosos debía desayunar y prepararse para ir al instituto que comenzaba una hora antes que el colegio de sus hermanos pequeños. Las cosas no le iban demadiado bien en los estudios desde que dejó los maristas. No estaba acostumbrado a gestionar la autonomía de un niño mayor y se le hacía difícil trabajar sin la tutela de los hermanos. Mi madre veía como le costaba adaptarse en el primer año de instituto y, siguiendo su maternal instinto, intentaba animarle.

Una noche Javi, el tercer hermano, se levantó para ir al servicio. La casa estaba a oscuras. Llegó casi a tientas hasta el baño y orinó medio adormilado. En ese momento sintió sed y se dirigió a la cocina para beber un vaso de agua. Encendió la luz y, entre los párpados cerrados por el sueño y la súbita claridad de la lámpara, descubrió la mesa con el desayuno puesto y, como si de un sueño se tratase, un apetitoso pastel junto a la taza. No daba crédito a sus ojos. En casa no se desayunaban pasteles. Sólo leche, con sopas de pan y cola-cao. A lo sumo galletas, si había. ¿Qué hacía un pastel sobre la mesa?

Intrigado volvió a su cama. Mañana mamá tendría que explicar por qué había un pastel cada noche y ellos nunca lo vieron.

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