martes, 6 de marzo de 2012

Mis fetiches (5): El cañón de "La Vieja"

Hubo un tiempo en que mi madre se sentía con fuerzas sobradas y, como es inquieta y  emprendedora, decidió ganar unas pesetillas como empleada de hogar. El destino la llevó a ocuparese de ayudar a una señora, ya anciana, que vivía en uno de los antiguos edificios de la Plaza Mayor en Burgos. Estas mujer, ya viuda, había estado casada con un militar de alta graduación. Mi madre acudió a su casa por espacio de varios años y  ambas se hicieron muy amigas. Mi madre aportaba a la relación su buen humor, su simpatía y esa mirada irónica de la vida que le caracteriza. La buena mujer aceptaba contenta su compañía, valoraba la espontáneidad de mi madre y se sinceraba con ella confesándole sus preocupaciones y sus secretos.
Mi madre acudía contenta a su casa. Hacían juntas la limpieza. Mi madre  barría y la buena mujer iba detrás rebarriendo las mínimas motas de polvo que podían haber escapado al rápido paso de la escoba. A esa obsesión por la limpieza mi madre respondía con fingidos exabruptos, que ella recibía justamente como cariñosas reconvecciones. Con su caracter, falsamente riñón, mi madre bromeaba con aquella mujer diciéndole que el próximo día traería en el bolsillo un poco de polvo que echaría en el suelo cuando no la viera para que se pusiera contenta de lo bien que habían limpiado.

¡Cuántos secretos no se contarían mutuamente! Pese a la aparente relación señora-sirvienta, su convivencia en aquella casa era de amistad más que laboral. Con el tiempo creció el afecto. Mi madre  la visitaba y ella se lo agradecía. Le demostraba su afecto de muchas maneras. Ella fue quién puso el dinero para pagar una excursión a Tierra Santa, que era el sueño de mi madre. Ella le regalaba trajes y objetos de valor que guardaba desde hacía décadas. Suyas eran aquellas botellas que trajo mi madre a casa en una ocasión y que eran auténticas piezas de colección: Un coñac centenario, precintado y único de la casa Domec, un cañón de hierro construído artesanalmente y preparado para disparar cartuchos de fusil...

La historia de la botella de coñac tuvo un final borrascoso. Mi madre la llevó al pueblo y la colocó en la alacena del comedor. Era una botella de exposición. No pensaba abrirla hasta que naciera su primer nieto. Allí quedó entre botellas rellenas con pacharán casero, wisqui barato, anises de saldo... Mis hermanos visitaban ocasionalmente el pueblo. Solían ser visitas rápidas e improvisadas en las que, a veces, invitaban a un grupo de amigos. En una de ellas, llegadas las 12 de la noche y al calor de la lumbre, se inició el ritual de tomar una copilla. Cuando abrieron la alacena y encontraron un coñac de tan buena pinta no se lo pensaron dos veces y triscaron dos tércios de la botella en esa noche. Curiosamente, pensaron, ese coñac que llevaría en la alacena "ni se sabe el tiempo" estaba buenísimo. Cuando mi madre regresó al pueblo y descubrió que la habían abierto la botella "del bautizo" se enfadó muchísimo y echó a mi hermano Javier la mayor bronca de su vida. Aún quiso conservar el tercio restante y lacró el tapón la botella con cera a la espera del gran acontecimiento. A veces pienso que mi hermano Javi, sintiéndose culpable, adelantó todo lo que pudo el nacimiento de su primer hijo, David, para compensar la desilusión de mi madre.

El cañón me llamó poderosamente la atención a mí, que soy el manitas de la familia. La única pieza "de fábrica" parecía ser el cañón en sí. Es una pieza de tres cuerpos de 27 cm del cascabel a la boca, con una culata roscada que permite, golpeando el cascabel, accionar un percutor que la atraviesa. El ánima tiene  un calibre de 9 mm.
Los muñones se asientan en una cureña de gruesas chapas de hierro recortadas y unidas medieante remaches. La cureña va montada en dos ruedas doradas probablemente de fundición. Cuando mi madre lo trajo estaba pintado con una gruesa  capa de pintura verde que lo disfrazaba de maqueta vulgar. Lo lijé cuidadosamente devolviendo a las piezas su textura y brillo original.  Ahora es una de las piezas más interesantes de mi salón: el cañón de "La Vieja", que un día fue contruído, quizás  por  un general, y hoy aguarda en posición, ante una hilera de libros, ser la artillería de las ideas.

Con el paso de los años, "La Vieja" como le llamaba mi madre cariñosamente, se fue haciendo más vieja aún. Pasó a vivir en una residencia para militares próxima a Las Huelgas. Mi madre la visitaba y la mujer le agradecía emocionada esas visitas. Yo tuve oportunidad de conocerla en una de aquellas visitas. Era de una educación extrema y, en su mirada y sus gestos, se adivinaba la gratitud y la alegría por la visita. Después murió, quizás buscando reunirse en el más allá con ese marido que perdió. Mi madre aún la recuerda.

1 comentario:

  1. Miguel dice: Doy fe. todavía la recuerda. Todos los años, el día de los difuntos,intenta visitar su tumba. Así que los hijos tenemnos que llevarla hasta el cementerio e intentar descubrir donde se ubica su lápida

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