Hoy entré en un bar español. Entrar en un bar, en todo tiempo pero aún más en épocas de crisis, es un recurso muy económico para pasar el tiempo y disponer de infinidad de servicios. Por el precio de una simple caña o un chato de vino (aún hay algunos que cobran por esto un módico eurillo) tienes derecho a:
Usar los palillos de la barra e incluso quedarte algunos para después del bocata, utilizar servilletas a discrección, leer periódicos deportivos en cantidad (¡e incluso alguno de información general, en ocasiones!), ver y ¡oir! la televisión (a veces en varias pantallas gigantes estratégicamente situadas por el local), sentarse en una silla o taburete junto a la barra, ocupar una mesa (esto puede resultar algo más caro), usar el servicio de forma despreocupada (o preocupada según el caso), gastar papel y agua (si hay), lavarse con jabón y utilizar el secador (si funciona), tirar colillas al suelo (si has fumado en el servicio a escondidas, que fuera está prohibido), jugar a las cartas (eso ya se hace menos), gritar y vociferar sin censura, contar tus penas al camarero e incluso permitirte protestar por la tapa y decirle que gana mucho dinero.
En el bar español había mucha gente. Había tantos porque era un poco cutre (los más límpios se suponen aburridos y caros). Como la barra estaba repleta de clientes tuve que ser necesariamente maleducado y hacerme un hueco empleando el cuerpo a modo de cuña entre dos grupos que gritaban y gesticulaban. Para reclamar la atención del camarero hube de apelar a la descortesía de cazarle al paso levantandole la voz: "¡Me pone un café cuando pueda, por favor!". El camarero, sin un gesto, siguió su camino hacia el extremo de la barra. Luego supe que me había oído pues cogió el cacillo del café y lo dispuso en la máquina. El café es de una amargura atroz. Literalmente está quemado. Uno recuerda la suavidad de los cafés colombianos preparados por los autóctonos con nostalgia. Apoyado en la barra paseo la vista por el local. Enfrente de mí está el jamón. Un bar español que se precie tiene que tener su jamón colgado y apoyado en la pared. Éste luce brillante y bien embadurnado de grasa separado del alicatado por papel de estraza. El local tiene las paredes de ladrillo falso y algunos arcos, falsos también, rematan una pretendida arquitectura rural. No faltan las señales de actividad y agobio que hacen "auténtico" el negocio: cajas de bebidas amontonadas cerca de la puerta de la cocina, una máquina de "La Menorquina" en un rincón, las tragaperras... En las paredes posters de equipos de fútbol (el sempiterno real Madrid) y algunas reproducciones de viejas fotos de la localidad. En un extremo de la barra la clásica porra a medio cubrir. Colgando del techo, el achicharrador de insectos, despide su luz violácea.
Al pasar delante de las máquinas tragaperras me interpelan con una voz apremiante: ¡Hagan juego, señores!. Después, a intervalos regulares, ponen en marcha una musiquilla irritante. En una de ellas el ludópata de turno aprieta convulsivamente los botones de las ruletas. Al cabo de un tiempo le chuta una dosis ajustadísima de monedas: clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac-clac...
El bar español huele a rancio. No se ventila mucho, tan sólo cuando entran los clientes que parece que han de traerse el aire puesto. En las paredes cuelgan letreros con un clarísimo icono y la leyenda de "Prohibido fumar". Hoy, a las 8:30 de la mañana, en el bar del primer aguardiente del día antes del trabajo, hay 5 personas fumando. hay dos camareros: uno es sudamericano y la otra parece rumana. Cuando el bar se despeja un poco sale con un cepillo y se pone a barrer tranquilamente. Cuando llega a mi altura pasa el cepillo sobre los desperdicios amotonados al pie de la barar y alrededor de mis zapatos. Parece un perrillo que retoza en mi pernera, pero me da más asco. Me aparto y le dejo cuatro metros cuadrados de libertad a la escoba.
Me voy al servicio, en realidad era el principal motivo de mi visita. A fuerza de ser originales, a veces cuesta identificar la figurita de "hombres". No es problema: se echa una ojeada: será el que esté más guarro. Busco el temporizador (ahora todos lo tienen). A partir de este momento dispongo de 25 segundos para hacerlo "todo". Tengo un problema con la cazadora: el cuchitril es tan pequeño que apenas puedo quitármela. Prefiero no pensar mucho por donde roza la prenda. Intento colgarla en algún lado: puede ser el picaporte, el cilindro del papel higiénico... 23, 24, 25. ¡Se apaga al luz! Menos mal que aún puedo salir a repulsar. Dispongo el papel y la tapa (previamente limpiada a base de papel) para aliviar mis necesidades a toda prisa. Es igual. En el momento de echar mano al papel se vuelve a apagar. He de limpiarme a oscuras. ¡Tanto ducharse y restregarse en casa hace menos de una hora para esto!
Hecho de menos las cafeterías vienesas. Allí te cobraban un buen pico por el café, pero este era exquisito y el camarero era ¡El señor camarero! que te atendía con amabilidad extrema. Y los muebles (sofás en muchas ocasiones), y el ambiente, la decoración, la deliciosa y cuidada repostería...
Me temo que habré de visitar mucho bar español. Avanza la crisis. Las cafeterías alemanas y austríacas se quedarán en países sin ajustes. Nosotros visitaremos bares de a un euro la caña. Y, quién sabe si no tendremos que poner uno cada español para subsistir.
lunes, 5 de marzo de 2012
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