miércoles, 13 de marzo de 2013

Tecnología bélica infantil


No pertenezco a la NRA (Asociación Americana del Rifle), ni comulgo con su ideología, pero comparto con mucha gente el sentido lúdico y la fascinación por esos artilugios que, durante toda su evolución, el hombre ha construido para cazar o defenderse.

La historia (y prehistoria) de la humanidad está firmemente ligada al desarrollo armamentístico. Probablemente todo empezó con el uso de un hueso o bastón para golpear (el la Biblia lo hizo Caín, y en la película  "2001 una Odisea Espacial" nos lo describe en una bella secuencia visual Stanley Kubrick al inicio del film). Junto a ello el uso de proyectiles aprovisionados entre los objetos de su entorno completarían la primera fase tecnológica de la industria bélica. Llegaría después la más tosca de las técnicas para esculpir en la dureza del sílex un hacha o la punta de una flecha, su posterior refinamiento, la invención de propulsores como el arco, la lanza con sus los lanzadores y la honda; hasta las más elaboradas máquinas de guerra como las catapultas, carros, torres de asalto, naves de guerra ... llegando después a la potencia del hierro, a la fascinación de la pólvora, las armas automáticas y terminando, de momento, con los sofisticados vehículos de guerra, la bomba atómica, las armas inteligentes, los drones, la guerra psicológica... Gran parte del ingenio humano se ha dedicado en todo tiempo y lugar a la elaboración de armas más efectivas y mejores.

Por eso no es de extrañar que, desde niño, me haya sentido atraído por tirachinas, navajas, flechas y balas. Pero antes de todo eso, experimenté con placer el abundante arsenal de la industria bélica infantil que los niños de hace cincuenta años manejábamos con destreza.

Quizás un palo, o la primera piedra lanzada con intención, fueron al igual que con nuestros antepasados  el primer objeto bélico de nuestras vidas. Le siguieron, posiblemente, las espadas de madera; las varas que cimbreábamos en nuestras manos y con las que segábamos los tallos de cardo en los campos inmensos de nuestra niñez. Pronto descubrimos que las cintas metálicas para embalar podían hacer de auténticas espadas que rebanaban vegetación como machetes en la zafra. Inevitablemente no tardó en llegar el tirachinas, cuya construcción requería ya manual de instrucciones y técnicas muy elaboradas. Aquella fue un arma terrible que obligaba a un uso cuidadoso y prudente. De aquel tiempo fueron también los ligeros arcos hechos con varillas de paraguas y las flechas del mismo material: algo realmente peligroso pues se clavaban con fuerza en la madera o penetraban varios centímetros en el suelo cuando las lanzábamos en trayectoria parabólica sobre los campos del extrarradio burgalés. Añadimos un  plus de sofistificación al atar a su punta un trapo empapado en gasolina y dispararlas de noche: el efecto sobre el cielo nocturno era espectacular. Llegamos también a probar el uso de hondas con su correpondiente badana de cuero, pero mi torpeza en su manejo hizo que no profundizara en su manejo.
El uso de explosivos se introdujo con las bombas de potasa (mezcla de clorato de potasa y azufre que comprábamos en las droguerías y servían para, colocadas en montoncitos sobre el pavimento bajo una piedra, producir pequeñas explosiones cuando la pisábamos con fuerza). Aquello dio paso al uso intensivo de petardos con los que experimentamos hasta lo inimaginable (metidos en tubos, ladrillos, latas, bajo la arena, en cuevas...).  Muchas veces intenté fabricar pólvora negra según fórmulas transmitidas casi en secreto entre las pandillas, pero nunca funcionaron. Entonces nos desquitábamos recuperando la de los cohetes fallidos en los fuegos artificiales y caídos al río Arlanzón. Con aquel explosivo ideamos en una ocasión un cohete alojando la pólvora en un tubo de aluminio grande de pastillas y le dotamos de un mecanismo de ignición a distancia (un simple tablilla con una vela en un extremo  que giraba sobre una punta clavada al toro lado y que se colocaba bajo el cohete gracias a la tracción de una cuerda). Aquello pudo acarrearnos un serio disgusto pues, tras varios minutos de infructuosa espera y cuando, abandonando nuestro parapeto estábamos a punto de acercarnos, explotó causando un gran alboroto en el barrio y esparciendo diminutos fragmentos de aluminio por los alrededores.

Pero en el día a día, utilizábamos armamento ligero, sólo apto para pequeñas puyas y caza menor. Las batallas de tacos arrojados con gomas estaban a la orden del día. Yo admiraba los gruesos y apretados paquetitos de papel que algunos de mis compañeros sabían elaborar con una técnica consumada; los míos, más bien eran flojuchos y livianos, apenas escocían... Eran las más socorridas para los tiempos muertos en el cole. Dentro de la clase utilizábamos el exasperante  acoso de las cerbatanas de boli bic. Era un arma casi silenciosa (su leve silbido era un acicate más). Las bolitas de papel masticado impactaban en paredes y mesas como diminutos y blandos perdigones. El uso de granos de arroz hacía más doloroso el aguijonazo del proyectil. Llegamos a elaborar modelos muy sofisticados (y peligrosos) utilizando como dardos los  palitos de chupachús, finos cilindros de plástico en cuya punta insertábamos un alfiler que dejábamos sólidamente incrustada calentando el extremo con una cerilla hasta derretir el plástico. Luego lo lijábamos. Algunos añadían diminutas plumas para dirigirlo. Increíblemente ningún ojo se interpuso nunca en aquellas trayectorias entre las cerbatanas y los troncos donde se clavaban en nuestros particulares campos de tiro. Nuestro tutor en los hermanos maristas llegó a tener una colección completa de estos artilugios en su cajón, requisados en los frecuentes registros de cajoneras del cole. En aquellas colecciones no faltaban los dardos construídos con palillos, otra peligrosa variante.

Batante mortífero resultaban también los pequeños tirachinas de gomas que utilizaban como proyectiles pequeños trozos de alambre en V. Aún recuerdo el sonido de las hojas trizadas de los plátanos cuando eran atravesaban en busca de algún gorrión. Tambíén muy dañina era la escopeta de pinzas que dispuesta sobre una tablillas disparaba el resorte metálico con peligrosa eficacia.

Personalmente me impresionó la aparición de la pistola de pinzas. Ésta impulsaba proyectiles como judías o garbanzos semejando una pistola de verdad. Se construía aprovechando un par de piezas de estos humildes objetos No presentaba mucha complejidad y hoy en día, gracias a internet, puedes aprender cómo hacerlo.

Aunque nunca lo utilizamos con fines bélicos la construcción de cohetes de cerillas nos mantuvo ocupados muchas horas y nos hizo comprender con mucha precisión el mecanismo de propulsión de los cohetes de verdad. El material era tan sencillo y se prestaba tan bien a la experimentación que cada uno investigaba por su cuenta y realizaba diseños  propios: de una cerilla, de cabezas triples, estructuras giratorias, de doble fase, cohetes de humo... Las cajas de fósforos se agotaban misteriosamente en el domicilio familiar.

Hoy en día, en los colegios, las botellas de plástico han facilitado la construcción de los tiragüitos. Es una pequeña arma de gran efectividad y sencillez.

No hace mucho no me pude resistir a la tentación de fabricar un arco muy efectivo a base de unir varias lamas de madera colocadas a modo de ballesta y utilizar varillas de paraguas como flechas. Peligroso y efectivo, lo guardo desmontado en el garaje. Quizás un día cace un ciervo...

Fotos y videos en el ANEXO

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