En mi infancia, en un mundo con pocas imágenes impresas, sin internet, sin google heart, nuestra imagen del mundo se formaba gracias a los mapamundis escolares y las fotografías de nuestro libro de Ciencias Sociales. Curiosamente España estaba siempre en el centro como ombligo del planeta y adoptaba bastante bien la sugerente forma de "piel de toro" como nos habían enseñado que describían su forma los romanos. Al noreste continuaba una Europa bien proporcionada, más hacia oriente un vastísimo continente asiático con Rusia que se prolongaba con una extensísima Siberia y hacia occidente una América asimétrica con un enorme Canadá y una Groenlandia tan grande como Oceanía. Los españoles estábamos, pues, situados en el kilómetro cero del mundo y se intuía claramente nuestra radial influencia en los países de la Tierra.
Cuando salí del nido de la escuela franquista me sorprendí al ver mapas de Estados Unidos en los que España aparecía casi un un rincón a la derecha y su contintnte ocupaba el primer plano descaradamente.
Mi autoestima patriótica sufrió un duro golpe al conocer que la mayoría de los americanos ni siquiera sabían describir dónde estaba España. Entonces me consolaba con que, también según estudios en dicho país, muchos de los niños americanos confundían el tamaño de una mosca con el de una vaca. Claro, pensaba, si solo conocen estos animales por fotografías no pueden captar la diferente perspectiva. No era de extrañar que no conocieran España si nos relegaban a un rincón en los mapas: éramos pequeñitos, distantes, exóticos, orientales... Así que vemos el mundo según el mapa en el que lo miramos. Pues bien, todos estamos engañados: ningún mapa es exacto. Los fabricamos en función de las necesidades:
Muchos cartógrafos se han devanado los sesos buscando una manera de "aplanar la esfera". Este problema guarda una cierta semejanza con la "cuadratura del círculo", cuestión que la humanidad lleva miles de años tratando de solucionar y todavía no ha resuelto. Resulta desesperante al dibujante de mapas que por más que intenta planchar la curva superficie aquellos terminen desgajándose. Si intentamos que no se nos rompan los casquetes fabricándolos con un material elástico (goma, por ejemplo) ocurre que se deforman los perfiles continentales de forma muy apreciable. No hay solución, o diseñamos el mapa para una cosa o para la otra: no sirve para todo. Necesita usted navegar trazando con facilidad el rumbo: utilice la proyección Mercator; quiere que la superficie se aproxime al máximo a la dibujada en el papel: use la proyección cónica... quiere manipular a sus compatriotas halagando su autoestima: aumente descaradamente el tamaño de su país con una proyección acorde con el tamaño de su ego.
Siendo la navegación la más necesitada de referencias cartográficas, el flamenco Gerard Kremer (latinizado Gerardus Merkator) propuso un nuevo sistema de confección de mapas en el que las líneas de la longitud fueran paralelas lo que dividía el espacio en cuadrados y así facilitaba la navegación por mar al poderse marcar las direcciones de las brújulas con líneas rectas. Esto lo consiguió proyectando los puntos de la esfera sobre un tubo que la incluía y era tangente a su ecuador. Podemos representarnos este efecto colocando un globo esférico con los continentes dibujados e hinchándolo dentro de una botella hasta que, inflado, se adose a sus paredes. Su éxito fue tal que hoy, 502 años después, google celebra su nacimiento con un doodle en su honor.
Pero su mapa induce a errores de bulto, sobre todo al alejarse del ecuador y acercarse a los polos. Para hacerse una idea: en el Polo Norte la distancia de un solo centímetro se representaría como una línea de 40.075 km que ocuparía todo el ancho del mapa (Por eso Groenlandia o la Antártida aparecen tan grandes).
Mercator es pues el culpable de que mi mirada sobre el mundo padezca un notable astigmatismo. Lo trato de corregir. Pero, como en una metáfora del pensamiento, nos hemos acostumbrado a navegar con rumbo fijo sobre líneas prefijadas y cuesta ceñirse a los perfiles de la realidad.
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