Muchas veces he reflexionado sobre las fascinantes propiedades de algunas de las plantas que conocía. Entre ellas estaba el galium aparine (en castellano llamado también "amigo del caminante") que se encontraba, abundante, entre la maleza de los solares, este curioso vegetal tiene la curiosa propiedad de que sus tallos y hojas se adhieren como cello a nuestras vestiduras; o las diminutas y erizadas semillas de los cardamoños que se pegaban los calcetines de lana por cientos con una pegajosidad impresionante y que, bien pensado, podrían registrar por su diseño el copyright del velcro industrial; pero las espigas, precursoras del anzuelo, esencia de la punta de flecha..., poseen en su estructura el mejor mecanismo de perforación jamás inventado. De su eficacia en la zapa a través de las fibras o su eficiencia de catéter en los orificios tengo una amarga experiencia.
En mi inconsciencia infantil se me ocurrió (o quizá la idea fue sugerida por algún malintencionado compañero de juegos) meterme una de ellas en la boca con la punta dirigida hacia dentro. Una vez la hube soltado dentro de la cavidad bucal, noté que sus filamentos se apoyaban en la lengua y el cielo del paladar ejerciendo cierta presión que la impulsaba hacia el interior. Asustado, intenté maniobrar con la lengua para sacarla y esto empeoró la situación: la espiga se introdujo un par de centímetros más rozando la úvula y produciendo escozor y ganas de vomitar. Las pequeñas convulsiones hacían que se propulsara hacia adelante penetrando más y más hacia la faringe. Parte de ella se estaba aproximando en la epiglotis y empezaba a ahogarme. La sensación de urgencia y terror se apoderó de mí. Era consciente de que cualquier movimiento hacía avanzar la espiga sin posibilidad de retorno. Poco a poco me estaba asfixiando. Con lágrimas en los ojos, aguantando el llanto cuyos espasmos hacían progresar más aún este endiablado artefacto vegetal, hice un último intento por sacarla abriendo la boca y llevando los dedos hasta el fondo tratando de sujetar los últimos filamentos vegetales aún a mi alcance. Venciendo las náuseas que provocaba aquella operación logré asir las últimas barbas que asomaban aún. Tiré de ellas extrayendo al completo la inflorescencia en medio del escozor que sus finas varillas, ancladas a contramarcha, provocaban en la delicada dermis de mi garganta; arrojé aquella panícula, toda empapada de saliva, lejos de mí; tosí enérgicamente llevándome la mano a la garganta y carraspeé durante bastante tiempo hasta que, finalmente aliviado, regresé a casa donde saludé al entrar con la voz enronquecida.
No se lo conté a nadie, hasta hoy, que lo expongo en un nuevo capítulo de esta serie de experiencias peligrosas cercanas a la muerte. Incluso lo había olvidado. Pensaba yo que había agotado el repertorio de sucesos peligrosos de mi vida, cuando mira por donde, la visión de unas espigas al lado del camino animó el recuerdo dormido de este peligroso suceso infantil. Y, ahora que lo pienso bien, creo que en algunos otros momentos también recordé vívidamente esta experiencia. En algún lugar de la historia de España (suceso del que no he encontrado rastro en todo internet, lo que me ha hecho pensar que lo he soñado) se describe la horrible muerte de un personaje (en un primer momento pensé que se trataba de Viriato) que murió al serle introducida una espiga por el orificio del pene. Sólo de pensarlo se me pone la carne de gallina.
Lo que sí está documentado es la gran cantidad de lesiones que se producen en las mascotas por la penetración de espiguillas en el cuerpo de estos animales. Suelen penetrar por la piel, ojos, nariz, oídos, incluso por la vulva y el prepucio. Sus consecuencias siempre son problemáticas y frecuentemente graves. Entre la especie humana existen relatos de niños que casi mueren ahogados al ingerir una espiga y que son milagrosamente salvados por la virgen (uno de estos milagros está relatado en Cantiga 315 -“Esta e como Santa María guareceu en Tocha, que e cabo Madride, un menyno que tijnna hua espiga de trijgo no uentre”).
También he encontrado en algún viejo libro el relato de un milagro a la atención de la Virgen de Las Hermitas salvando a un niño que había tragado una espiga. Sea como sea, por intercesión de quien fuere; doy gracias a mi ángel de la guardia particular, a aquel que veló por mí en tantas ocasiones. Quizás su nombre sea Suerte; no importa: gracias por si acaso, tal vez te vuelva a necesitar.
Yo también participé en esas batallas de las espigas donde se lanzaban sin compasión contra el fiero invasor en los campos de cualquier pueblecillo castellano.
ResponderEliminarTambién recuerdo algún lance de este tipo, que mencionas en el artículo, donde la espiga entraba con facilidad pero se extraía con gran dificultad.
Me reconforta saber que todo quedó en un susto, aunque debiste pasarlo fatal en esos momentos de angustia.
¿Quieres saber lo que se siente? ¡Mejor ni lo intentes! La curiosidad mató al gato... aunque bien mirado, si sales de estas cosas, te haces más sabio...
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