Ahí está el poeta frente a su cálamo mecánico como un antiguo escriba junto al templo ofreciendo su sabiduría a los campesinos; como los antiguos escritores de cartas a los que recurrían antaño quienes, analfabetos, deseban escribir la necesaria noticia; como un Cyrano actual redactor de cartas de amor por encargo... Él es el poeta pobre, el que vende su arte y su ingenio por unas monedas. Está dispuesto a crear un bello poema en un mínimo instante, en una improvisada situación. Quizás, si eres una bella muchacha, lo haga por nada. Quizás se niegue, si dejas caer tu bolsa con ostentación sobre su mesa. Él es el poeta del Rastro de Madrid, vendedor de mundos sutiles, de palabras al viento...
Él, como yo, sintió la luz cegadora de la lirica. En el camino de Damasco ambos descubrimos un Dios poderoso que nos derribó del caballo. Nos convertimos en poetas.
La semilla del verso germinó temprano en mí. A los cinco años escribí mi primer poema para mi madre: mi mamá buena, mi máma bonita. Apenas una líneas -yo leía apenas- pero fueron las primeras, y fueron las más bellas. Después llegaron otros poemas infantiles: canciones para cada sorpresa, cursis poemas sentimentales, dolorosos clamores ante las pequeñas frustraciones... Luego los aires juveniles: cantos al amor y al desamor, compendios de tristezas y lamentos... En la adolescencia la poesía fue seducción... Al final de mi carrera, estudiando la odiada oposición, sentí el intenso relampagueo del rayo que no cesa en la poesía de Miguel Hernández. Frente a la aridez de aquellos apuntes ¡qué fácilmente se tornó en deliciosa la antes áspera lectura de un poema! Lo que vino después, fue una poesía de combate: pomas necesarios para la lucha del día a día. Y después, en la madurez, poemas otoñales, doradas composiciones aquilatadas con el oro de la experiencia.
Hace unos años recopilé mis poemas en un libro. Algunos ejemplares regalé. Ninguno vendí. A mí, pues me pertenecen en espíritu. Nuevos poemas, ahora de tarde en tarde, publico en un blog. Los dígitos crecientes de los contadores dan fe de que muchos llegan hasta ellos, pero sé que pocos los leen. Y sin embargo cada vez son mejores.
Con silla en el rastro, como este asalariado del verso, quizá un día escriba un poema para ti. No será poema de un instante. Será el fruto de los años, latirá con el corazón del tiempo. Nada te cobraré: recibelo como un regalo si te emociona. Si no, rómpelo en mil pedazos. Yo continuaré en mi silla hasta tu próxima visita. Lo seguiré intentándo.
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