Quizás porque siguen vivas en mi memoria las imágenes de la exótica Ingrid de Thule, de dorado cabello, amante del Capitán Trueno; acaso porque las bellezas rubias de Bergman pueblan aún mi mente con su nórdica perfección, tal vez porque viví dos años en Tuy y contemplé muchas veces su catedral fortificada sobre el río Miño mientras imaginaba una hilera de drakkars avanzando por el río prestos a asaltar la colina donde se asienta la ciudad... o posiblente porque hoy visité la capilla de San Olaf, en el Valle de los Lobos, no lejos de la ribera del río Arlanzón donde se alzan las Cuevas Rubias que dan nombre a la bella localidad vecina... por todo ello; me propongo escribir este artículo cebado de ensoñación y de historia.
Porque la escena de una bella princesa vikinga cargada con una rica dote de oro y plata vieja, escoltada por más de cien guerreros a caballo y acompañada de sus damas de honor y sus sirvientes embarcando hacia Inglaterra para dirigirse después a la Bretaña y la Gascuña Francesa, y más tarde por Girona y Barcelona hasta alcanzar posteriormente Soria, Burgos y Palencia acogiéndose a veces a las sendas del Camino de Santiago... es tan sugerente, tan novelesca; que no extraña que varias autoras (curiosamente todas mujeres) hayan escrito en los últimos años varios libros relantando su trágico destino.
Allá, por el año 1257, partió del puerto de Tönsberg, la pequeña flota con el preciado pasaje de la princesa Cristina, hija del rey Noruego Haakon. Se tratababa, según las crónicas, de una joven belleza nórdica de veinticuatro años, de largas trenzas rubias, ojos azules, tez blanca como la nieve y alta figura: El Regalo Dorado, la Flor del Norte, fue llamada. Dejó atrás una cultura muy diferente a la nuestra. Atrás quedaron los recuerdos de una infancia en la ciudad porturaria de Bergen rodeada de sus queridos hermanos Sigurd, Olaf y Cecilia, que murieron antes de la madurez, de su amado hermano Haakón, adorada por sus padres, odiada por Rikilda, la intrigante mujer de su padre... protegida del mundo dentro del palacio real, junto al puerto natural de la ciudad rodeada de siete colinas; una ciudad bulliciosa y pintoresca donde el frío y las nieblas se aceptan con naturalidad y se recibe a los rayos del sol como regalos escasos y maravillosos.
Sensible, inteligente, incomprendida; viajó por el Reino de Aragón donde fue pretendida por un un rey conquistador de nombre Jaime que perdió con ella su única batalla. Llegó a Castilla, cuenta la leyenda, para casarse con un rey sabio que aspiraba al trono del Sacro Imperio Romano Germánico. Finalmente se desposó con el hermano del rey, el infante Felipe de Castilla, hijo de un rey Santo, exarzobispo de Sevilla, templario por añadidura y con estudios en el extranjero en la ciudad de París. Vivió en Sevilla, donde encontró la muerte tras cuatro años de nostalgia o lento veneno quién sabe...(de víboras humanas posiblemente en forma de doncellas celosas, cosa que quizás la ciencia hoy podría corroborar pues sus restos se conservan en un bello sepulcro en la colegiata de Covarrubias).
Hoy, último día del año de la crisis de 2012, ascendí por la senda de la Majada Mayo. Fue un día nórdico: envuelto en un frío y húmedo sudario de nieblas y luz lechosa. La solitaria ermita de San Olaf, de arquitectura extraña y singular, parece surgir de la tierra como un hongo gigantesco tintado de óxidos y melaninas. La férrea torre del campanario alberga vientos y vacíos pero se yergue firme y poderosa tras un aterrazamiento que eleva unas decenas de metros más su alto campanario sobre el valle. Bajo una armadura de hierro se esconde un cálido y dulce corazón de maderas amieladas: una ermita vikinga, un drakkar varado en el Llano Ladrillos, corriente arriba del arroyo de Valdetorres.
Estuvimos dentro de la ermita una media hora. Un pasillo oscuro, iluminado por la luz oblicua de unos ventanales laterales, daba entrada al extraño santuario. La luz recortada daba un aspecto mágico al estrecho pasadizo cuyas paredes estaban ilustradas con figuras y leyendas de la Saga Noruega y de la historia de Cristina. En uno de los paneles adosados a la pared, se explicaba el origen de la moderna ermita. Se trata del tardío cumplimiento del deseo que la princesa Cristina de Noruega arracó a su marido, el mismo día de su boda: la promesa de la construcción de una capilla a San Olaf, santo noruego muy conocido en la cristiandad desde la edad media y en cuyo nombre no hay ninguna capilla fuera de Noruega. El pasillo se abre a una sala más espaciosa, sorprendentemente bien iluminada, toda ella entarimada y cubierta de madera de pino. Con una estética protestante apenas hay símbolos o imágenes en sus paredes desnudas. La maqueta de un drakar vikingo llamó mi atención y me entretuve en los pequeños detalles de la mítica nave. Un pequeño estrado ante un gran ventanal dotaba de un uso multifuncional al recinto. Un paisano de Covarrubias hacía el papel de guarda del recinto. Mi hermano y él conversaron largo tiempo, mientras yo, que no lograba descifrar el amortiguado murmullo de su conversación, me dedicaba a leer los paneles y curiosear. Paz y soledad se respiraban en el ambiente. Luego salimos a la fría luz exterior donde un pequeño pórtico de la entrada ofrecía un excelente lugar para tender el saco en una noche de acampada.
En el último paseo del año, subimos al paraje de Los Callejones sin llegar a la cabecera del Valle de los Lobos. Caminábamos entre sabinas y robles, pisando a veces, suaves alfombras de gayubas con una niebla intermitente que provocaba efectos oníricos en el entorno. Por sendas señaladas con pequeñas piedras circundamos el valle de la ermita y descendimos hasta el camino que, un kilómetro después, desemboca en la carretera, junto al río.
Como en una auténtica novela romática la casualidad vino a rescatar del injusto olvido a la exótica princesa. En el año 1958, en el trascurso de unas obras en la bella colegiata de San Cosme y San Damián de Covarrubias de la que el infante Felipe fue abad por un tiempo, un albañil hubo de mover un sepulcro anónimo bellamente labrado. Cuando abrieron la lápida descubrieron el cadáver casi incorrupto de una mujer joven y fuerte, muy alta y delgada. Vestía ricos ropajes con restos de bordados de oro y piedras preciosas. También llevaba joyas que indicaban su alto linaje. Conservaba intacto su largo cabello rubio y algunas uñas largas y cuidadas. Setecientos años después de ser confinada en su tumba, la princesa Cristina de Noruega volvía a ver la luz del día. Junto al cuerpo momificado encontraron una receta de "xugo de ajo" que se empleaba para tratar enfermedades del oído y pudo aplicarse a una devastadora meningitis que afectara a la princesa) y unos versos de amor. Quisiera trascribirlos aquí pero no los he encontrado. Me pregunto qué palabras escogería el infante, su marido, para definir aquella relación con su exótica pareja. Hermano de un sabio e hijo de un santo, no podían estar exentos de belleza. Serían un hermoso final para esta historia medieval que me ha llamado mi atención en estos días. Ya tengo asignados mis deberes para un tiempo: dos novelas fascinantes se han escrito coincidiendo con la inauguración, hace dos años, de la ermita de San Olaf: "La flor del Norte" de Espido Freire y "Los escarpines de Kristina de Noruega" de Cristina Sánchez-Andrade. Hay más relatos y estudios, pero estas novelas parecen lo más sugerente. Después de hacer los deberes os seguiré contando...
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