jueves, 16 de octubre de 2014

Dos pollos en el tejado


Siempre me pasa lo mismo. Accedo a Google Maps por motivos de trabajo y acabo subyugado por la fascinación de sobrevolar sitios conocidos, lugares que ocupan una parcela de mis recuerdos y que me impulsan a reconocerlos, a visitarlos de nuevo y recordar...

Hoy volé sobre mi antigua barrio en Burgos, me situé sobre la calle San Joaquín, y dirigí mi vuelo calle arriba hasta el circuito de motocros de San Isidro.Ese viejo circuito, que desde arriba parece tan pequeño, fue mi lugar de juegos y carreras (a pie y con aros, que bici no tenía) entre los 5 y los 10 años. Recordé entonces las espectaculares carreras de aquellas motos rugidoras y potentes que realizaban saltos increíbles en los cambios de pendiente. Me vi de pronto escarbando entre la tierra de uno de los caminos y sacando una antigua moneda que creímos romana (resultó ser una pieza de cobre de 8 maravedís). Me contemplé andando por la carretera de Arcos en dirección Villagonzalo Pedernales donde construíamos nuestra pequeña cabaña en uno de los lados del camino, ya lejos del casco urbano...

Volví sobre el tejado de mi antiguo hogar, en un viejo bloque de tres pisos. Allí mismo bajo las tejas rojas estaba nuestra humilde buhardilla. Recuerdo aquel techo, apenas más alto que un hombre en el centro y que iba descendiendo hasta la pared lateral donde incluso nosotros, niños de 3 a 5 años, teníamos que agacharnos. Éramos pobres, no me avergüenza decirlo; nos llegaba para comer y poco más. Incluso nuestros vestidos los hacía mi madre para ahorrar algo. Comíamos, de cuando en cuando, recortes de galletas estropeadas comprados a precios de saldo en una fábrica cercana; pero éramos felices.

A mi madre, siempre imaginando, siempre ideando alguna novedad para entretenernos; se le ocurrió en una ocasión  comprar dos pollitos en el mercado. Aquellas dos suaves bolitas de plumas amarillas nos entusiasmaron. Nunca habíamos tenido ningún juguete así: tan hermoso, tan blandito, tan inquieto...¡y tan hambriento! Los pollitos comían cuanto les poníamos. Pronto empezaron a hacerse grandes y a resultar molestos. No había espacio para todos en aquella pequeña buhardilla. Mi madre pensó en deshacerse de ellos pero, advirtiendo la ilusión que nos producían, se decidió a soltarlos libremente sobre el tejado. Acotados por las paredes de los bloques vecinos, más altos, y detenidos ante el  precipicio del alero por un pequeño murete, los pollos crecieron hasta alcanzar el tamaño de un gallo joven. Durante ese tiempo, todos los días, abríamos la claraboya de nuestra buhardilla y los llamábamos. Las aves venían a toda prisa y los cogíamos en nuestroregazo para darlos de comer de nuestras manos sintiendo divertidos sus leves picotazos en la palma.  Alguna vez, cuando había alguna carrera de motocros, mi madre nos subia al tejado y veíamos desde allí las evoluciones de las motos;  entonces acompañábamos a los pollos sobre las tejas. Nunca fuimos tan atrevidos como a los cinco años, sobre aquel tejado, reyes del mundo y acompañados de nuestros inquietos amigos gallináceos.

Llegó el momento en que nuestros padres decidieron acabar con "el problema" de los pollos.  Habían crecido mucho y sus deshechos llenaban de porquería el tejado. Cuando llegamos una mañana del colegio y fuimos corriendo a ver a los pollos, no acudieron. Pensamos que habían volado o algo así porque, aunque nos decían que no podían volar, ellos tenían alas ¿y porqué no emplearlas?. Caricontentos nos sentamos a la mesa. Aquel día tocaba pollo asado. Una sombra de duda pasó por nuestras cabezas. No probamos bocado.  

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