Aquel pobre hombre, enfermo terminal, peregrinó de galeno en galeno intentando encontrar remedio para su mal inevitable. En su largo peregrinaje encontró eminentes doctores que le aconsejaban, que le prescribían caras y novedosas medicinas, que le operaban con esperanzas... Pasó así muchos años. Los médicos no le curaban, pero las consultas eran numerosas y parecía estar en excelentes manos. El pobre enfermo admiraba a aquellos doctores tan amables y seguros, les tenía en la cumbre de la sabiduría, en el pedestal del poder. Pasaron los años lentamente y su estado empeoraba. En su alma asustada daba gracias a Dios por aquellos profesionales que parecían robar días a la muerte. Es cierto que le costaban un riñón: el sano, pues el otro estaba ya fuertemente afectado por la enfermedad; es verdad que los tratamientos e ingresos en clínicas caras se multiplicaban, que la demanda de pruebas ocupaba una lista interminable y todas con costosos aparatos de última tecnología... Tan patente era que su holgado capital fue menguando hasta quedarse sin nada. Hubo de dejar las caras consultas, posponer las pruebas impagables y, finalmente, como cordero llevado a degüello ingresar en la sanidad pública. Allí hubo de hacer cola en las consultas, como cualquier ciudadano: -Estoy deshauciado - pensaba-. El médico le recibió y examinó sin prisas (la cola se eternizaba), después consultó su expediente largamente. Cuando acabó le miró compasivo y le explicó con delicadeza:
"Usted se muere. Le quedan apenas unos meses de vida. Se lo digo para que se prepare. No le daré falsas esperanzas. Haremos lo posible para que sus últimos días sean lo más apacibles y humanos posible. Cuando no pueda valerse en su casa, le recibiremos en el Hospital y le proporcionaremos cuidados paliativos. Aproveche sus últimos días. Ponga en orden sus cosas y despídase de la gente que quiere..."
El pobre hombre, horrorizado, salió de la consulta desesperado. Se dirigió a su casa y, llorando, se quejó al mal Dios por haberle dejado en manos de un incompetente que acabaría con su vida, que le mataría como a un perro. Pasó un mes entero maldiciendo su suerte, blasfemando de un Dios que se había vuelto cruel con él por su pobreza. Cuando llegó su hora, fue ingresado en una aseada planta de cuidados paliativos. Allí fue cuidado por ambles enfermeras. Recibió la visita de un sacerdote... pero en sus últimos días seguía maldiciendo y blasfemando. En la agonía deseó con toda su alma cuantas desgracias pudo imaginar para aquel médico incompetente y estúpido que le había dejado morir, que le había matado con su impericia. Cuando murió, el rictus del odio se dibujaba en su semblante.
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Como una extrapolación del Principio de Peter, este texto, dedicado a los médicos honrados y advertencia a los pacientes crédulos y manipulables.
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