Luna
Volar hasta la misteriosa luna es un sueño recurrente. Una luna agigantada por el crepúsculo, aumentada en su perigeo, brillante por su proximidad a la tierra y una silueta recortada en el aire, volando en plano adelantado contra su enorme disco de plata, es una imagen poderosa que permanece en la retina de por vida. Ayer precisamente pudimos contemplar la superluna del siglo; pese a carecer de un teleobjetivo que la agrandara como en el film resultó un espectáculo magnífico.
La secuencia de la bici voladora sustentada milagrosamente por la misteriosa fuerza del entrañable ET procede del mundo de los mitos, habita en la morada de los deseos latentes del ser humano; siempre intentó alcanzarla: quizá con una alta torre, acaso con una escalera gigante, puede que con alas emplumadas fijadas con cera, casualmente con una carro tirado por patos salvajes, eventualmente con una bala de cañón... El ser humano terminó alcanzándola con un cohete. Pero yo me quedo con la poética imagen de un niño y su mascota extraterrestre pedaleando en el vacío sobre una bici voladora. Allá por el cielo nocturno. Y, muy cerca, una gran luna plateada.
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