Era una de aquellas tardes en que el sopor me tenía postrado en el sofá. Por imperativo de mi voluntad me levanté y me dispuse a realizar la lista de tareas pendientes que tenía asignada a aquella tarde.Encendí la cafetera automática. Se trata de una vieja cafetera italiana que aún cumple su función aunque precisa ayuda manual para mantener apretado el cacillo y evitar escapes. Cogí el tarro del café y llené el cacillo hasta el borde. Me gusta el café cargado así que lo llené a rebosar.
Esperé que se encediera el piloto verde. Cuando destelló acivé el interruptor y comenzó a salir un café negro y espesa. El cacillo tiene capacidad para dos tazas. Yo necesitaba un café doble así que coloqué una única taza bajo el surtidor. Luego me tomé el café con poco azúcar, como a mí me gusta.
El café estaba realmente fuerte. Tenía un amargor desacostrumbrado que yo achaqué al poco azúcar. Pero me lo bebí sin remilgar.
Saqué el cacillo para tirar los posos y lavarlo. Me extrañó enormemente que estuviera límpio como una patena. ¿lo habría tirado ya sin que yo lo recordara? ¿Entonces porqué lo habría vuelto a poner vacío en la cafetera? estuve un rato pensando en cómo no era posible que recordara el momento de la limpieza del cazo... Asumí que mi memoria estaba ya peor de lo que creía. ¡Avanza el arzheimer! -me dije-.
En fin, tenía cosas que hacer. Salí a la parcela. Enchufé el taladro para perforar la chapa de la puerta y poner unos remaches. Sorprendido contemplé cómo el taladro resbalaba sobre la chapa y no era capaz de acertar en los agujeros. Incluso tenía problemas para coordinar el dedo sobre el gatillo de conexión. -¿Qué me está pasando? ¡Hoy, no doy una!. Me dirigí al garage a por los remaches. Me dí un coscorrón con la puerta levadiza a la que no calculé bien la altura: ¡Y la tenía delante de las narices! Una excitación desacostumbrada me embargaba. Iba de un lado para otro, pero no era capaz de hacer nada bien. La ansiedad me empujaba a hacer alguna cosa y al momento me olvidaba de ella y sentía la necesidad de hacer otra... Era tal mi estado que me sonreí a mí mismo con curiosidad: ¡nunca me había encontrado así: tan torpe e hiperactivo!
Tuve que dejar lo que estaba haciendo. Parecía drogado. me tendí en el sofá. Respiré hondo. Esa tarde la pasé domesticando lucecitas. Poco a poco me fui tranquilizando. Intentando explicarme los sucesos de aquella tarde hice una recontrucción mental de todas las acciones llevadas a cabo... y sobre todo el misterioso suceso de los posos desaparecidos...
Finalmente mi mente se iluminó: por fin comprendí lo que había ocurrido, aquello que explicaba todos los sucesos de la tarde.
El misterio se aclaró. Fui al armario y tomé el frasco del café... Allí estaba, en primera fila, el tarro de nescafé... Comprendí que, por algún extraño despiste había equivocado el frasco. El del molido (habitualmente en el frigo) lo había sustituido por el tarro de "puro extacto de café 100%, nescafé..." O sea: me había tomado el equivalente a 10-15 cafés. Y, evidentemente, el café era tan perfectamente soluble que dejó el cacillo de metal perfectamente límpio...
¡El gran misterio de los posos desaparecidos estaba resuelto! Y mi diagnóstico de alzheimer precoz quedaba reducido a ¡tremendo despistado! Este último me es querido y familiar. Lo acepto con cariño.
Homo sum.
El amargor del café no elimina el disfrute de la lectura de un buen relato. Al contrario, se potencian ambos. El café (amargo o ligeramente dulce) es un buen compañero de la lectura.
ResponderEliminarEnhorabuena.
Ya ves que también visito las páginas de mis amigos "tutelados".
Santos
Menos mal que sólo fue un despiste.
ResponderEliminarPor un momento pensé, que le dabas al alpiste.
La próxima vez sé un poco más prudente,
y así no pensarás que te vuelves demente.