sábado, 31 de diciembre de 2011

Maltrato a los animales.


Una sóla vez en mi vida que cacé un pajarillo. Ocurrió en Arévalo en una excursión por las riveras del Adaja. Llevábamos una escopeta de perdigones, una atracción invencible para mí, entonces adolescente. Corriendo turno me llegó el momento de usarla unos diez minutos. Rápidamente me puse a buscar algún pajarillo a tiro. Encontré uno posado en la rama de un frondoso arbusto entre el follaje. Apunté y disparé. El pájaro apenas se movió. Realicé  un disparo tras otro pero el pájaro no se movía. Me acercaba a cada disparo hasta estar a apenas dos metros de distancia. Al final, medio arrastrándome, llegué hasta él. Estaba ensangrentado y cubierto de heridas. No menos de 5 balines perforaban su cuerpo cuerpo diminuto, inmóvil... y seguía allí, de pie en la rama, casi encolado con su propia sangre... Una pena inmensa, una pena repugnante se apoderó de mí. Jamás he vuelto a disparar contra un pobre pajarillo.

La única vez que pesqué una trucha a mano, en las aguas del río de la Garganta de los Caballeros a su paso por Navalguijo. Lo hice, como aprendí viendo hacerlo a los compañeros de campamento más expertos, aprovechando los tramos de poca profundidad repletos de grandes cantos rodados de granito. Las truchas los surcaban en rápidos zigzagueos entre las piedras más grandes donde se ocultaban en sus oquedades. La mayoría de las veces llegábamos a palpar su piel resbaladiza y fria  pero escapaban con un ligero coleteo. En alguna ocasión lográbamos apresarlas fugazmente antes de que se deslizaran entre los dedos. Pero en aquella ocasión la apreté contra la pared rugosa de la piedra granítica que la impedía desasirse. Varios minutos estube con ella apresada, prieta contra la piedra, mientras conseguía acceder a la navaja con la que la asesté varios navajazos. Finalmente, cuando cesó su rebullir, la saqué ensangrentada y muerta entre mis manos...

Niño entonces tenía compañeros expertos en realizar todo tipo de perrerías increíbles con las moscas. Como veredicto de culpabilidad por ser símplemente molestas o tan solo comprobarnos ya capaces de cazarlas eran condenadas a los más crueles juegos: desde el menos ocurrente de quitarles las alas a descabezarlas o símplemente espachurrarlas el abdomen. También se las penaba con enojosos calabozos en cajitas o botellas. Pero el refinamiento de la crueldad consistía en fabricar con delgados hilillos de cobre extraídos de algún viejo cable complejos carros y trenecillos que enganchábamos a la pobre mosca por el simple procedimiento de atravesar con un extremo su abdomen. La pobre mosca echaba a andar arrastrando su pesada carga produciéndonos una cruel felicidad.

Los murciélagos tampoco se libraban de la experimentación y la tortura. El hecho de cazarlos al vuelo ya era en sí una excitante experiencia. Sabíamos ya que este pequeño mamífero vuela a ciegas, tan solo orientado por un agudo chillido y recogiendo el eco con sus grandes orejas. Esta especie de sonar necesita algún tiempo para recoger el eco, procesar la distancia. Variar el plan de ruta en vuelo requiere varias décimas de segundo. Conociendo pues esta dificultad de control aéreo nos anticipábamos a su paso rasante buscando insectos con la boca abierta lanzando un jersey en trayectoria de colisión con su vuelo. El pobre animal no tenía tiempo de virar y acababa chocando con la pieza de tela cayendo al suelo junto a la misma. Entonces lo recogíamos y nos admirábamos de su aspecto satánico. Veíamos en él a un pequeño diablo, a un diminuto vampiro; lo que le hacía reo de las peores iniquidades. Uno de los tormentos más populares era hacerle fumar un cigarrillo. Se le sujetaba por las alas abriéndolas en toda su longitud y se le ponía un cigarrillo en la boca. El pobre animal intentaba respirar aspirando aire por la boca y dando entonces la impresión de que echaba una calada al cigarro que brillaba un instante. Eso que tanto nos divertía me produce ahora una repugnancia infinita.

No recuerdo haber hecho daño nunca más a un animal. Incluso la caza o los toros me provocan pena y desazón. Sé que no éramos conscientes en nuestra infancia de la crueldad y bajeza de nuestros actos. Se hace necesaria una educación en la sensibilidad. Los animales también sufren. El sufrimiento siempre es inútil e incomprensible si es gratuíto. La sensibilidad y la compasión son dos componentes implícitos en nuestra humanidad.

Recuerdo una triste historia ocurrida a mi hermano Luís que le dejó conmovido y culpabilizado un tiempo. Cierto día encontró un pajarillo, casi un polluelo, que había abandonado el nido antes de tiempo y brincaba por las calles. Lo llevó a casa y lo colocó en una caja. Empezó a cuidarlo con cariño. Le traía alpiste y lechuga. Le ponia platitos con agua  para beber. Le encontró un poco sucio y decidió que había que lavarle. Preparó un cuenco con agua y le lavó frotando y restregando muy suavemente. Luego le secó con un pañuelo. El pobre pajarillo tiritaba. Mi hermano le puso al calor, pero seguía agitándose. En pocos minutos murió. Aquello le apenó hondamente. Apesadumbrado, culpado de su muerte por ignorancia cuando intentaba ser cariños, escribió un relato exculpatorio de varias páginas. Es el relato más dolido que le he conocido nunca.

Inevitablemente conocemos hoy en día las más atroces torturas que se aplicaron y aplican a los seres humanos en el mundo. Estoy seguro de que hay un paso previo, un primer escalón en tanta inhumanidad: la falta de sensibilidad con el dolor de los animales que nos rodean.

3 comentarios:

  1. Yo recuerdo experiencias parecidas. Cuando pasaba los veranos en el pueblo también ocupaba parte del tiempo en hacer perrerías a los pobres animalillos. Y si tenías la escopeta de perdigones el daño era irreparable, ya que disparabas a cualquier bicho viviente: pajarillos grandes y pequeños, lagartijas, renacuajos.. y hasta algún que otro cuadrúpedo era víctima de los perdigonazos. Ahora también me arripiento de ese placer por maltratar a los animales en general, aunque ahora más templado quizás pienso que aquellos eran otros tiempos.

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  2. Miguel dice:
    Un millón de años siendo cazadores tienen su impronta en los genes. Una impronta tergiversada por la curiosidad más dañina.

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  3. Mira que pasó tiempo desde diciembre hasta septiembre, pero bienvenido sea tu comentario...

    Aún tengo un escrito exculpatorio de nuestro hermano Luis con lo de aquel pajarillo. Me siento espía y fisgón, pero aquel texto (que encontré por casualidad) me impresionó y decidí conservarlo. Ya va para 40 años. Creo que merecía la pena...

    Respecto a los animales, siempre serán mi debilidad.

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