Hab volvió a la caverna cargado con su saco de cuero. El fardo era de piel recia, de la pantorrilla
de un uro desollado. Estaba cerrado con un nudo a la altura de los tobillos
y la boca atada con tiras de la misma piel.
Ese día, en las paredes rocosas del otro lado del valle donde se encontraba su caverna, había encontrado una buena cantidad de piedras
sangrantes. Saludó a las mujeres que
cocinaban carne de búfalo en odres de piel haciendo hervir el agua con
grandes cantos rodados del río que se calentaban sobre las brasas de la
hoguera que ardía cerca de la entrada. Nubes de vapor se alzaban cada vez que, ayudadas por una rama en
forma de horquilla, sumergían la piedra ardiente en el odre. Algunos
chiquillos alzaron la vista desde el suelo donde partían almendras con un canto
percutor. El tallador de sílex no había
salido a cazar. Tenía amontonados en un rincón, en las afueras de la cueva, una
gran cantidad de núcleos de sílex que tallaba con precisión. Muchas lanzas
desportilladas necesitaban reparación y las mujeres exigían raederas eficientes
para cortar la carne de a caza que, por aquellos días de verano, era abundante en el
valle.
Hab era el hechicero del clan. Era respetado y también
temido. No poseía la fuerza de los
buenos cazadores, pero tenía otras habilidades. Pensaba cosas que sus
compañeros no podían ni imaginar. Podía soñar con el futuro precediendo en muchas lunas la llegada de las estaciones, ningún miembro del clan miraba
tan largo en el tiempo. Era capaz de contar bastantes más búfalos que sus compañeros utilizando las falanges de ambas
manos, así podía llegar a 24. Había
enseñado a las mujeres de la tribu el secreto de de cómo las plantas engendran los hijos y
ahora podían criarlas en las terazas del valle para tener alimentos para el invierno. Conocía
los poderes curativos de muchas planas y las propiedades de las piedras. Estaba en el secreto de atrapar con la magia
de la pintura el espíritu de los animales
de caza. Las piedras sangrantes contenían el espíritu del cuerpo del
búfalo y él aplicaría su magia esta noche, alumbrado por un fuego brillante
en el centro de la sala sagrada. Ocupó el resto del día en preparar la magia
de los colores.
Trituró en un pequeño molino de piedra pequeños trozos de la
piedra sangrante obteniendo un polvo rojo intenso. Limpió la piedra de
moler y depositó un poco de la piedra del otoño, la que tenía la magia del
color de las hojas muertas. Fue hasta la
hoguera y recogió algunos tizones aún ardientes y los sumergió en agua. Después
los pulverizó con ayuda del mortero; así obtuvo el polvo de la noche. Ya
tenía los tres colores principales en pequeños montones sobre trozos de piel. Hab tomó
de su mochila algunos vegetales que había recolectado para completar su paleta
de artista: hortigas para un verde brillante, hojas fermentadas de isatis para el índigo… Luego acercó al fuego un saco con grasa de bisonte. Cuando la grasa se tornó pastosa, casi líquida, la
vertió en cada montón mezclándola con los
polvos coloreados. Removió cada mezcla con un palo y aguardó la llegada de la noche.
En el rito de la caza de los espíritus debía estar solo.
Esperó a que todos los miembros del clan estuvieran dormidos arropados con sus pieles y se adentró en la profundidad de la cueva. Cuando llegó a la sala de los
espíritus aplicó su antorcha sobre una pequeña pila de leña seca que ya tenía
preparada. Las llamas iluminaron la estancia haciendo bailar sus espíritus de fuego sobre las paredes. Hab había provisto un buen montón de leña seca cerca de la hoguera; tenía que mantener el fuego avivado durante muchas horas. La ceremonia de atrapar los espíritus era
larga y debía realizarse con cuidado. Cerró los ojos. Guió a su espíritu valle abajo en busca de los bisontes. Les encontró pastando cerca
del río. Los vio allí: la mayoría estaban de pie, mirándolo desafiantes; otros tenían baja la testuz
mientras pastaban, unos pocos yacían
acostados en la hierba. Entonces lanzó el desgarrador grito de la caza. Los
bisontes se irguieron. Una lluvia de flechas y lanzas se abatió sobre el grupo: los espíritus de los cazadores atacaban la manada. Ese era el momento, ese es
el instante que perseguiría con su magia.
Abrió los ojos y contempló el techo de la cueva. Estuvo un buen rato buscando los animales. Sabía que su espíritu se
escondía entre los bultos y las formas de la roca. Poco a poco los encontró.
Allí, bajo esa superficie abombada,
yacía el vientre de un soberbio macho.
En aquella roca arriñonada se ocultaba
un joven ejemplar moribundo retorcido
por el dolor. La protuberancia de uno de los extremos escondía la altiva cabeza del jefe de la manada que le miraba irritado. Tomó un trozo de carbón y dibujó
rápidamente sus contornos, antes de que escaparan. Luego, con algunos trozos de
sílex arañó los bordes para encerrar sus espíritus en la piedra. Después aplicó los colores más
claros, los ocres y amarillos. Cuando hubo terminado de aplicar los colores del otoño, empezó con los ocres sangrientos imitando la lana rojiza de los animales. Con un extremo de su bastón cubierto de en
una bolsita de piel suave, aplicaba los colores despacio, con seguridad. Lo
había hecho muchas veces y, ahora, ya nunca se le escapaban los espíritus
por falta de práctica. Se había convertido en uno de los mejores cazadores
mágicos de todos los clanes.
Cuando acabó los cuerpos de los animales relucían empapados en sangre. Entonces tomó la piel
con el pigmento de la noche. Mojó en él un bastón más pequeño y dibujó con habilidad los
contornos. Silueteó los ojos, la cornamenta, marcó las pezuñas, trazó delicadamente los cabellos de sus colas. Por último frotó
suavemente con un trozo de piel en ciertas zonas
oscureciendo los colores, imitando las sombras que daban volumen al animal… los bisontes cobraban vida. Hacía calor en la cueva. En el ambiente
cerrado de la cavidad se respiraba con dificultad pese a su amplitud. El fuego había consumido buena parte del oxígeno y estaba exhausto. Volvió a la entrada de la
caverna. Afuera, en el exterior, apuntaba ya la claridad del amanecer. Atizó las brasas de la gran hoguera de la entrada y echó algunos troncos. El fuego empezó a crepitar. Varios cuerpos se revolvieron
inquietos dentro de sus pieles. Una mujer se levantó y acercó
el saco con la sopa de carne al calor de la lumbre, después cogió unas de las piedras puestas a calentar y las echó en el recipiente… El clan
se desperezaba. Desayunaron: primero la carne cocida, luego un buen trago de sopa caliente. El jefe miró a Hab.
- ¿Has terminado?
Hab asintió. Entonces todos los cazadores se dirigieron a la sala sagrada. A la luz de
una docena de antorchas contemplaron impresionados el trabajo de Hab. El hechicero cantó una larga canción, un recitado que hablaba de espíritus, de magia
y de suerte en la caza. A continuación, de uno en uno, apoyaron su mano de cazador con los dedos separados en
la lisa superficie de la roca. Hub tomó una piel en la que había esparcido un poco de polvo rojo de la piedra
sangrante y, con ayuda de una pajita de centeno, sopló con fuerza sobre cada
una de ellas. El negativo de la mano del cazador quedó grabada para siempre en
la roca. Su espíritu dominaba ahora a las bestias.
Acompañó a la boca de la cueva al grupo de cazadores. Bajo la visera del saliente que protegía la entrada agitó
su mano para despedirles. Cuando se alejó la partida, volvió al lugar donde tenía sus pieles. Antes de
tumbarse y dormir largamente, recogió
los trozos sobrantes de la piedra sangrante y los arrojó en un rincón.
En la cueva de Altamira, muy cerca de la sala de los bisontes, decenas de miles de años después, alguien encontró unos pequeños trozos de hematites. Los análisis realizados comprobaron que procedían de la misma piedra que había sido utilizada para el pigmento rojo en la bellísima Sala de los Bisontes.
En la cueva de Altamira, muy cerca de la sala de los bisontes, decenas de miles de años después, alguien encontró unos pequeños trozos de hematites. Los análisis realizados comprobaron que procedían de la misma piedra que había sido utilizada para el pigmento rojo en la bellísima Sala de los Bisontes.
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