Estos días paso mucho tiempo entre libros. En la biblioteca de mi cole estamos desembalando y colocando en sus nuevas estanterías los 10.000 ejemplares de la antigua. No es tarea fácil: tras montar nosotros mismos todo el mobiliario tenemos que clasificar, ordenar, colocar, expurgar, trasladar, actualizar el catálogo, seleccionar los destinados al mercadillo previsto, apartar los que donaremos al IES, bajar los destinados a la sala de profesores... un trabajo largo y minucioso.
Sentimental como soy, describiré los sentimientos que se apoderan de mí cuando, en los ratos libres de docencia, me tengo que entregar a estas labores. Lo primero que viene a mi cabeza ante la magnitud de la tarea es el mito griego de Sísifo: me veo en un eterno acarreo y colocación de libros que, días después han de ser recolocados por falta de espacio, nuevas distribución o muebles añadidos. Gracias a Dios parece que poco a poco la pesada piedra que rueda cuesta abajo se va calzando en la cima. Después destaco el agobio que imponen los centenares de cajas, los muebles desperdigados, el espacio abarrotado. Varias reuniones y decenas de avisos han sido necesarios para que los muebles se instalen, se coloquen en su lugar y se fijen sólidamente a las paredes. Del desembalaje, tres personas apenas damos a basto para aligerarlo lo antes posible pues tenemos pensado que la biblioteca empiece a funcionar en enero. Con todo, lo más doloroso y difícil es el expurgo: pasan los libros por nuestras manos y nos cuesta desprendernos de ellos: todos tienen su valor, su posible utilidad... Pero no podemos dejar que ocupen el caro espacio de nuestra pequeña sala. Con pena los vamos apartando, pensando en la ocasión en que los catalogamos o en la veces que lo consultamos y, en un póstumo intento de redimirlo del reciclaje, les echamos una última ojeada esperando encontrar algo que haga aflorar un recuerdo o justifique el indulto.
El caos de las cajas amontonadas, el polvo que inunda el lugar (nunca barrido en tres meses), el olor del papel ajado, el de los libros nuevos, el de la resina de los estantes... provocan extrañas sensaciones. Rodeado de libros uno percibe con los cinco sentidos las características físicas de los ejemplares recién desembalados.
Me gustaría hacer una prosopografía de los libros. No llegaría a la etopeya (que sería extensa), me conformaría con una descripción de sus caracteres físicos, de sus aspectos concretos; ya de por sí interesantes porque los libros estimulan los cinco sentidos:
Hay libros especialmente accesibles al tacto: de cubiertas rugosas o suaves, enteladas, brillantes, lisas o rebordeadas, troqueladas, duras, acolchadas... Los hay grandes y pequeños, incluso llegan a ser minilibros. Los hay con lazos, con anillas, gusanillo, en carpeta... Algunos son desplegables, casi arquitectónicos, con ingeniosa ingeniería de plegado y compleja papiroflexia; incluyen en sus páginas de papel refinados operadores tecnológicos. Los tomamos en las manos y notamos su peso, sentimos en los dedos el tacto de la tela, del cuero o su arrugado pergamino, la leve aspereza o suavidad de sus hojas, la elástica ballesta de las hojas que se elevan desde el centro como aves en vuelo.
Tenemos incluso algunos libros de olor; no sólo el del pergamino o la celulosa, sino también del sudor, de la tinta, del aroma rancio del tiempo. También se percibe en ellos claramente el olor del encolado o los perfumes con que se sorprende a los niños: fuertes fragancias de fresa, chocolate, lavanda, menta...
La vista goza del privilegio de su contemplación: los llamativos colores, las maravillosas ilustraciones de los cuentos infantiles, el brillo de las fotografías, el tono ahuesado de las páginas, la infinita gama de los fondos, las transparencias, ... incluso nos admira la imagen de un tomo bellamente encuadernado. Tenemos también libros con imágenes tridimensionales gracias a unos anaglifos incorporados.
Tenemos también el libro que suena (y no me refiero necesariamente a los libros que llevan oculto un delgado chip dotado de mínimos altavoces). Os hablo del susurro de las hojas al pasar página, del aleteo al ojearlo, del leve crepitar de las hojas catapultadas por el pulgar... o también del sordo crujido de los lomos al abrirse. Gritan también cuando se enfadan, cuando se abandonan pesadamente sobre una mesa: entonces emiten un sonido como de puñetazo, como de ronco aviso a quien les trata con tan poco miramiento.
Algunos invitan a comérselos, a devorar su indigesta celulosa, a probar el plomo venenoso de las tintas, a morderlo como a un sanwich de sabiduría... Al menos, ¡los comemos con los ojos!, e incluso hay quien se traga la carta que queremos ocultar, la promesa que hacemos nuestra al punto de consumirla como alimento...
Este es el atracón de los cinco sentidos que te ofrece la biblioteca. ¿Quién puede resistirse?
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