Alcalosus es un mago caído hacia el lado oscuro. Es como Sauron, en el Señor de los Anillos, después de ser corrompido por Morgoth. Hace siglos, se rebeló contra las fuerzas del bien y empezó a utilizar su magia contra la gente, especialmente contra los niños a los que odia. También ha acumulado un colosal rencor contra las mariposas amarillas desde que una de ellas logró derrotarle y encerrarle en una oscura mazmorra escavada centenares de metros por debajo el suelo de un colegio de Alcalá. Allí ha vivido tras las rejas durante decenas de años con la repelente compañía de tres esqueletos que no le dejaban dormir con el trastablilleo de sus huesos. Este era su destino para toda la eternidad si no fuera por el súbito impacto de un meteorito que se estrelló sobre el patio del colegio y que destrozó las paredes de su mazmorra liberándolo. Alcalosus escapó con su corazón lleno de odio latiendo fuertemente por la venganza. Sobrevoló el cielo de Alcalá de Henares bajo una música infernal dirigiéndose a su refugio en las afueras, en el tenebroso monte Gurugú, donde tenía su viejo castillo. Desde entonces vive entre sus ruinas, junto a su amigo el mago Malón, rumiando juntos la venganza. Hoy, no sé porqué, sentí la llamada de Alcalosus y puse rumbo al siniestro monte Gurugú en busca de su castillo...
Dejé mi coche en la zona de aparcamiento a la entrada del Parque de los Cerros. Desde allí un camino descendía suavemente hacia el río. Después remontaba la ladera de una pequeña loma y trazaba curvas sinuosas entre matorrales y plantas apartándose de la orilla. La rala vegetación despejaba el paisaje. A lo lejos se alzaban colinas terrosas con profundas cárcavas en sus laderas. Más adelante la pista de guijarros blancos se internaba en un pinar con árboles de más porte. El tibio sol no llegaba al suelo detenido por el entramado de las agujas de los pinos. Hacía frío. Me abrigué subiendo la cremallera de mi cazadora hasta el cuello. El suelo estaba húmedo y el barro se pegaba a las suelas de mis botas obligándome a pisar con cuidado. Pese a ello resbalaba a menudo al apoyar el pie en la escurridiza pendiente. Algunos conejos corrían ladera arriba asustados por mi presencia.
Más adelante aparecieron los barrancos y los cerros empezaron a amontonarse en el horizonte. El sol declinaba y las sombras se alargaban sobre el camino.
Al cabo de algunos kilómetros llegué a un cruce en el que un solitario letrero indicaba "Al castillo" con una flecha que señalaba un camino que descendía hacia la izquierda en dirección al río. Estaba claro que Alcalosus había previsto dejarme pistas para conducirme a su morada. El camino continuaba bajando y parecía dirigirse directamente de nuevo a la ribera del río Henares. De pronto, a la derecha, divisé un elevado cerro. En su cima, unas siluetas se recortaban contra el cielo del atardecer y parecían hacerme señas. - Otra señal de Alcalosus -pensé. Me aparté de la pista y tomé una estrecha senda que se dirigía hacia la cumbre. La trocha ascendía entre pinos de gran porte.
El suelo aparecía modelado y roto por la acción de las corrientes de agua. Cada pocos pasos surgían pequeños barrancos escavados por las torrenteras. La estrecha vereda se ceñía a la ladera sorteando aquellas profundas hendiduras. Un mal paso me hubiera hecho caer y quedar engullido por la maleza. -Mal lugar para un mal traspiés, -pensé- nadie me encontraría aquí si cayera.
En la blanda arcilla reconocí, espantado, huellas de un lobo. -Otra nueva señal- presentí. Las zarpas del animal estaban claramente grabadas en la arcilla húmeda. Un escalofrío recorrió mi espinazo: quizás Alcalosus había enviado las fieras a mi encuentro: mal sitio era este para defenderme de una emboscada. El camino continuaba serpenteando por el este, el lado más sombrío, justo al otro lado del sol. La humedad penetraba hasta los huesos.
Poco antes de la cima un pino solitario se alzaba saludando al sol poniente. Unas decenas de metros después se llegaba a la cima formada por una pequeña plataforma de tierra húmeda. El paisaje era majestuoso. Toda la ciudad de Alcalá se divisaba desde allí. - Es el observatorio de Alcalosus -pensé-. Aquí debe pasar muchas noches planeando el desquite sobre la pobre Amarilla.
Sobre el barro, una pareja de enamorados había dejado testimonio de su amor. Un corazón atravesado por una flecha y el nombre de los amantes: Alberto y María. La escritura parecía recién grabada sobre la arcilla estaba fresca; sin embargo, no se divisaba a nadie en kilómetros.
Desde el cerro, hacia el este, se distinguían las ruinas de un viejo castillo. Una cadena de cerros y barrancos dificultaban su acceso. Bajé de nuevo al camino y continué en la dirección de la fortaleza.
A mi paso aparecían árboles arrancados por el viento, oscuros vallejos escondidos tapizados de hierba, paredes arcillosas de formas caprichosas que parecían máscaras de seres horribles. En las umbrías brotaban del suelo tapizado por las acículas de los pinos setas blanquecinas. El camino se aproximaba al río y se hacía intransitable por el barro. Después rodeaba un cerro y se internaba en un valle.
Quise atajar por un antiguo camino, ahora invadido por la hierba. A la derecha, junto a una cueva natural escabada por el agua en la pared arcillosa, la enorme cabeza de una esfinge parecío hablarmepreguntando por una extraña adivinanza.: - "¿Qué animal anda a cuatro patas por la mañana, con dos al mediodía y con tres por la noche?". No supe qué contestar y una culebra verdinegra se deslizó entre mis piernas como presagio del castigo que me esperaba refugiándose después entre los altos hierbajos del lecho de un arroyo, ahora sin agua. Tenía las perneras empapadas por la hierba mojada cuyos tallos habían crecido mucho por la falta de tránsito en el sendero. Continué por la ladera, pegado a la falda de los cerros, tratando de mantener la cota y por fin, accedí a un pequeño collado.
Desde allí se divisaba el castillo. El sol acariciaba con sus últimos rayos los restos de la torre desdentadas y los muñones de antiguos torreones, hoy desmenuzados y engullidos por la maleza. Esperé unos minutos que cayera el sol. Sabía que Alcalosus me estaba esperando y que, con la llegada de la noche, se mostraría.
El resplandor me alcanzó en el pecho produciéndome un vivo dolor. Después cesó su brillo y mi corazón, brutalmente golpeado, volvió a latir don dificultad. Alcalosus dio la vuelta y desapareció. Yo me sentí infinitamente cansado; en ese momento comprendí que el cruel mago se había tomado su venganza conmigo. Notaba mi extrema debilidad. Como una revelación comprendí que el peso de los años, la terrible fatiga de la edad, era mi castigo. Me había citado para celebrar el final de mi juventud. Agotado, emprendí el regreso. Afortunadamente la claridad del ocaso, hacia el oeste, y las luces de la ciudad por el norte orientaban mis camino. Llegué en la más completa oscuridad al aparcamiento. Desfallecido entré en el coche y bebí un sorbo de agua. ¡Eres viejo, Jesús! Ya no aguantas nada.
Leyendo las últimas palabras de la entrada y teniendo en cuenta las fechas en las que estamos, me atrevo a escribir:
ResponderEliminarEsta noche seguramente beberás algo más que ese sorbito de agua. Que usted lo pase y lo aguante bien porque nunca serás más joven que hoy.